lunes, 8 de abril de 2013

Palabras que apuntan a tu corazón ya seco. Cartas nunca enviadas desde el Trópico Siquis.


 

I_1

 

                                                                                             4 de Marzo de 1948.

 

A Antonio le anudaban la lengua con pellejos de escroto,

lo expulsaban del cabaret por sexópata,

le reventaban las venas con inyecciones de mutismo

doctores electrificadores accionistas de la muerte silenciosa y ordenada.

A Antonio lo encadenaban a la angustia

para exhibirlo ante los ojos ulcerantes

que mutan a un buitre en paloma,

lo castigaban con sablazos de agua fría

si no expresaba su hambre pálida

 con las diez palabras diestras del guión del Vademécum.

A Antonio le hicieron fumarse los huevos

por resistirse a renunciar a la tristeza.

 

"Yo no pretendo otra cosa que mostrar mi espíritu" A.A.

 

 

II_2                                                                                                  

 

                                                                                                                                    Villa Domínico, 26 de Septiembre de 2009         

 
                                                              Antonio:

                desde la más mugrienta playa del Riachuelo

                que con su nombre peyorativo estuvo destinado

                desde 1800 a representar por dentro

                la cavidad bucal de este hijo de puta sistema,

                te escribo:
                mi hijo está devorando el vientre de su madre

                y asoma por su sexo muñecos africanos

                tallados en sus flexibles huesitos.

                No duermo, por las noches me enceguece

                con canciones del futuro

                que cualquier contemporáneo ubicaría en el infierno.

                Se ríe con un tono de murciélago y yo acato,

                para que al entrar mi sexo en su asilo

                no lo muerda con desprecio.

                                                                             

                                                                                                              Suerte, Antonio.
 

 
 

 III_ 3
                                                                                                                                                                                                                           Avellaneda, 20 de Diciembre de 2009
 
 
Antonio:
                               desde adentro de una botella perdida tras el mostrador de un bar anónimo de la ciudad de Avellaneda, que irónicamente lleva tal nombre pues desde hace varias décadas aquí sólo crecen árboles de soretes que dan pimpollos de arsénico en vez del frondoso que brindaría ese sabroso fruto seco motivador para tal gracia, te escribo:

                               Las cosas extreman su rareza de este lado del cielo. Temo que sea producto de  no haber rechazado un té digestivo preparado con manzanilla extraña.

                               Hace aproximadamente 20 días que mi espacio se ha tornado una feria constante de elementos muertos o condenados.

                               Dí con Ariadna, me acosté con ella, me entregó un carretel. Cuando lo empleé se volvió una mecha terrible que perseguía mi cuerpo por creerlo dinamita.

                               No puedo escapar. Imagina lo incómodo que resulta la escritura en esta circunstancia. Debes comprender mi caligrafía.

                               Todo me habla de vos. Si escucharas el coro eclesiástico de los pescados profanar tu honor... No puedo escapar a las voces de los granos, los huevos y las frutas: al unirse es innegable que gritan como recién nacidos culpándome de haber sido abortados. Sólo yo... sólo a mí se reduce la responsabilidad de su espanto.

                               Las moscas me agradecen el sustento besándome los ojos, los labios, el interior de la nariz. Mientras un cordero despellejado, todavía sin descuartizar, me ofrece en su cuero el perdón.

                               Los cerdos se acuestan sobre unas brasas que fueron utilizadas para hervir el agua en que ahogaron los conejos que se ofertan, y a medida que se les cocina la carne se devoran mutuamente. Sinceramente, estos horribles son quienes despiertan mis peores sentimientos. Los sonidos que emiten untan pus en mi alma. La combinación de sus chillidos junto al ruido del mordisco al triturarse y la respiración me hace escuchar palabras tan nauseabundas como Dios, Yo, Más; y otras tantas que de sólo recordarlas se atrofia mi capacidad de escribir.

                               Como si esto fuera poco las calles están alfombradas con una fotografía de mi rostro junto a una leyenda que reza: "El maleducado. Enfermo de desprecio.". La propaganda afecta tanto como una droga colectiva: cada vendedor insiste en que acepte como regalo alguno de sus espectrales alimentos.

                               Después de buscar un sitio donde poder descansar, donde poder escribir (la búsqueda llevó nueve días íntegros) he ubicado ésta botella...

                               Debo despedirme, parece que el mozo se acerca.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                          Suerte, Antonio.

 
IV
               

                

Querían matarme, Antonio, las palomas. Otra vez.
                 Yo miraba, había nenes que les daban maíz viejo. En la plaza del dictador ese que mira la escuela sobre  la calle de otro dictador en la ciudad con nombre de otro dictador. No pensaba, sólo oía el invierno y juntaba Sol.
                Fueron viniendo con  la musiquita terrible de sus uñas sobre las baldosas, húmedas, mojadas, frías. Y la gente de pronto mordía. Mostraba los dientes  secos de frío. Eran los niños lo más feroces.
                Fueron viniendo ahora los niños, traídos por la fragancia de payaso.
                Me envolvía, me enrollaba entre  mí mismo y daba albergue a los fantasmas todos que habíanse soltado colectivamente, porque no lo he dicho pero con el crepitar palomar brotaron los helechos, los cuscos, los alientos oníricos desnudos que andaban cautivos bajo los párpados, y un jugo de pasado, de repente, me achacaba, me inundaba el espacio (lo libre) y, yo, absorto por la ofensiva crecida de las memorias, me enrollaba.
                Me volvía amorfo, pliegue sobre pliegue, enraizado y amenazado.
Un bicho viejo o en apariencia, tomaba mayor poder que el resto. Se acercó fugazmente  y en el trayecto quedaron piojos y gendarmes; los primeros, pobrecitos, perseguidos por aquellos dentro del trazo de sangre, me sumieron en la tarde anochecida cuando Ariel fue desangrado.
                Iba a que el bicho llegó así y devolvió, tras vómito, una ofrenda de maíz y un collar de cuentas muertas piedras torpes.
               No sé, Antonio, el sentido del collar ni reconozco las caras que se ahogaban en los granos sin morir, gastando el aire con el hilo sonoro de la asfixia, con el maullido reverberado de una puerta desvencijada, o en sus bisagras mejor aún ciegas de óxido.
              Causando el rechazo que entra en la impresión, el asco que entra en la impresión, el miedo que entra en la impresión, nervioso e impresionado, yo, levanté mi vista del palomo horrible y soplé.

Canal de aliento: verde cenagoso, verde de veneno, verde espejoso, verde bofe viejo; y la fuerza centrífuga; yéndome en  mi aliento, yo, con todos mis fantasmas crotos, y todos sonando a la vez, mascullando ataques, masticando mieles, diciendo anacrónicamente SAL, MADRE, HAMBRE, sin ritmo, fatal, SUD, CÁRCEL, CORCEL; y el canal de aliento, denso del tránsito de mis crotos viejos, como aire de cocina, como vapor de fritura en la tarde empastada y llorosa.
                Se iba, Antonio, se iba haciendo compacta la rosca de mi ser, iba fraguando el rollo que creía elástico en principio.
Entumecido arrollado, yo, frente a la mano alzada donde cagan las palomas y gorriones, y tal vez así burlen al tipo aquel, divertido pueblicida, que las trajo, estaba,                 

Antonio, queriéndote, llamándote.
                Desde la calle, Antonio, te me acerco a ti.
                Hay maíz a mis costados y me aterra. Ya vuelven a sonar.

 

 
V
 

 

       Como decirte escuela, Antonio, y ahí no más se desatan los caballos de Juan, esos que nunca soportaron jinetes y hollaron vidas y heridas hundiendo el continente; escuela, Antonio, y ahí no más se dispara la ráfaga de hielo, la perdigonada de dientes, el enjambre de orejas onas, la venganza andina, bandera muerta. Escuela, Antonio, y la hipocresía es una corbata que ahoga tus pelotas.
      Como decirte hospital y sin aviso descubrir, Antonio, campos de empalados llorosos, insomnes; hospital, el niño riendo en la muerte impenetrable de la tortura, del tuerto, de la tormenta mental de la madre en hemorragia. Hospital, Antonio, y el clamor que se suelta de las morgues, y las culebras y las ratas trayendo en dijes los cánceres de mi familia, un anillo grosero con el frío de la piel de mi bisabuelo.
      Como decirte justicia y, Antonio, ver subir cual el agua el hambre, cual el agua que se abraza al barrio y no baja y hace peste y se agarra en el fondo de los pulmones hasta asma y paspa los labios plenos de mocos, y los llaga. Tarde aúlla justicia y brota el hambre. Justicia y se alzan fantasmas de edificios, monumentales erecciones de descaro, de orden ario, de agrio maestro. Cremaciones de paco, reidores, doctores, blindados, privados, no locos.

 

 

 
VI
 


 
No vas a morir hoy, Antonio.

  


VII
 

 

            Masticás brasas, Antonio, y chorreás una baba erosiva, lava negra, brea áspera.
Al suelo llega la liana ardiente para abrir un canal, hilo río hacia un lago, hacia una mente.
            Un hombre urgente clama auxilio con los ojos, con el espasmo del rostro transpirando pánico. Otro canal. Los ojos del condenado televisan desgarros: atrofia de la infancia y el asco por la risa, la razón y la mujer; atrofia del espanto de crecer y ya sin dios, la guerra, el amor; atrofia de lo no hecho, de la idiotez fraguada.
             El ojo grande traza un niño regresando de las fauces de un perro, animal que lame con cariño el despojo devuelto, hueso en astilla, esquirla de estirpe y tripa. Vaporoso, el can, se despelleja para dar digna eternidad al alma pequeña.
             Gran destreza: incisivo, el colmillo hinca sobre la cola y trae con amor la alfombra cruda que hasta recién era funda.

 



VII
 

 
 

Vomitaba, Antonio, y era horrible.


Como siempre: las transformaciones. Eran convulsiones expulsivas que hacían emerger las ruinas de lo peor de hoy, del  futuro.


El niño… cuando veía sus ojos, sus ojitos enormes y negros, y llameantes, imantados a mi escena, atrapado el cuerpo

 

 VIII
  

Antonio:
                entre agujeros hambrientos insaciables, en la galería de mis muertos frescos, desde el precipicio a flor de piel de mi memoria, te escribo.
                La mente molesta.
                Espero que entiendas lo que intentaré expresar, mi situación.

                A decir verdad, no estoy seguro de estar haciendo lo que creo hacer. No puedo discernir entre las realidades. Igualmente continuaré con esta mi purga ya que sólo podré darme cuenta (quizás) cuando termine de garronear si esto existe más allá de mí.
                Tengo la sensación de no haber vuelto a despertar desde la última borrachera, que dicho sea de paso tiene la misma fecha de la carta en la que me expreso desde las cañerías de un edificio de Sarandí. Cuando escapé de aquel trance me fui a limpiar un poco con licor de jengibre y pasados los dos vasos ya me reencuentro aquí.

Dado por entendido que mi conciencia no ha vuelto a su normalidad y por lo tanto la noción de  tiempo es posible que esté siendo distorsionada, más o menos supongo estar en esta situación hace unas ochenta y dos horas y media.
         ochenta y dos y mierda de turista en mis recuerdos, en catacumbas purulentas donde cada tanto, por error, se halla un pimpollo desgraciado que vino a ofrecer su belleza en un ámbito netamente estéril e insensible a su esplendor.
          hay espantosamente fuera de ritmo un goteo de cuadros escalofriantes. Imágenes repletas que sacuden tantas cosas dentro de mí que no logro expresarlas más que en grito. Un pezón gangrenado se ensarta en mi boca y me atraganta con aludes de suero de queso de guitarra. Ni bien me canso de ahogarme y decido a morir, a liberarme, el episodio cambia al de la flor que me acaricia las pestañas con su pólem, y de tanta obsesión me ciega de luz, lo cual es terriblemente peor que la simple oscuridad. Envuelto en sangre, y ciego, empiezo a morir. De aquí en adelante será decadencia y ahorro de experiencias que naufragarán cuando parta de aquí.
        Pero no te encandiles de asco que también mutó el albino dañino. Poco a poco comencé a ver grupos de humanos-cuervos que se acercaban, que marchaban en caravana muda. A algunos de ellos se les derretía el rostro; otros sólo militaban el silencio, no sé si por hambre o qué carajos. La arbitrariedad de la circunstancia me puso entre ellos (sinceramente, no me interrogué acerca de cómo había llegado hasta ahí, nunca lo hago ya que no tengo control; inerte) a medida que avanzábamos entre exageradas y repetidas piezas ordinarias de ajedrez empezó a diferenciarse la línea de mi curso. Con una inclinación casi imperceptible (la distancia entre nada y casi es lo que me llagaba de desesperación) mis pies entraban en la tierra.
       Para aligerar voy a pasar a decirte que terminé abrazado a un par de fémures bien húmedos, en pleno inicio de descomposición; tratando de descansar la cabeza en un vientre que albergaba gusanos blancos. Dormime.

        Desperté tosiendo la tierra que ya habíase acomodado en un pulmón. Entre toda la tierra surgió un beso repugnante, lastimoso, que me suplicaba puerto. Sentí la babosa viborear entre mis labios y aparecí llorando en el baño de la escuela, desde donde escuchaba herrar los cráneos de mis viejos compañeros. De la letrina subía el aire del subterráneo porteño, lo que algún viajante del tiempo confundió con el infierno, provocando un sofoque alérgico por la densidad del aire que cocina el cuerpo desde los pulmones hacia el exterior. Un ave se estrella contra el mosaico sin advertencia. Reventada levanta vuelo y anida en el mingitorio. Como antes, como siempre soy teletransportado al huevo que empolla el pájaro horrible, piojoso y fantasmal. (digo soy porque no creo que dependa de algún poder o capacidad inconsciente, y también si es así no sería el yo que escribe el responsable del movimiento sobrenatural)
       Inmensidad gris. El color del cielo se distribuye en muy pocos de los edificios. Debo estar por La Boca, Barracas. El aire duele. En los ojos, en los huesos, en el ánimo.
       Un aire como gas de tolueno. Y la lucha por escapar a la emanada desenfrenada de espermatozoides. El esfuerzo por superar la fuerza de la cascada que me robará la eternidad, que me obligará a la vida, a la decadencia acelerada.
       Un Sol que me absorbe. La idea se vuelve sangre, calcio, pelos, lágrimas, babas, mierda. 
       La mente molesta, Antonio. En un espacio pude redactar esto. No puedo corregir, no puedo releerlo. Recuerda que hasta dudo de la veracidad de estas palabras.
       Te espero, Antonio, necesito que asegures la comunicación.
       Presiento que en instantes estaré en un espacio helado, quemante de frío; como cuando me ataron a la fuente de miedo.






       Suerte, Antonio.      
 
    

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