lunes, 8 de abril de 2013

Hoy: LOS POBREZOTES


 

Dedicado a mi inolvidable Negrito Quijote del 11 del 6.

           “Entrá nomás…    
no tengas miedo a la biaba…”
Francisco Bastardi (canta Gardel)

 _ ¡Cómo me gustaría tener un perro y que me haga caso y que le muerda toda la cara a ese hijo de puta!

 Los poros comenzaban a tomar color formando círculos de pintas rojísimas con fondo rosa carne. Nuevamente descendía el signo que significaba apretar los ojos, contraer el rostro tanto hasta sentir dolor de nuca y esperar que el sonido seco termine de resonar en gritos, caídas, espasmos, vidrios. Abrirlos lentamente, esperando siempre el mal menor.

 Escupitajo al suelo. Pararse lentamente. Inhalación prolongada mostrando los dientes. Revoleo de cuello supervisando la habitación y denotando lo inevitable de la situación. El golpe. Trompada sinvergüenza que amplía el jadeo del niño frente al televisor.

 Simultáneamente el cáncer se adueñaba con silencio y paciencia del pulmón de la mujer y el caldo mental de la criatura comenzaba a espesarse, a cuajarse; bastante colágeno se notaba ya.

_ ¡Cómo me gustaría tener uno de esos perros y que le arranque toda la cara al hijo de puta!

 El cascarón empezó a mostrar fisuras, seguramente causadas por la percusión que bajaba la intensidad sólo en la escuela, donde martillaba a los compañeros menos aguerridos.

 Desde siempre la había mirado. Mejor dicho, desde el día que arribó en el Taunus, sonriente e ignorante del embarazo. Después de saludar a la suegra, cumpliendo con el protocolo universal, lo saludó a él; entonces se podría creer que fue al primero que saludó. Había pensado que era parte de la familia: tomaba mate con Doña Eurelia bajo la parra.

 _ ¿Qué, me lo vas a negar? ¿Qué, no viste cómo te apuntaba los ojos? Y si… ahora, decime una cosa, che ¿vos te crees que yo no me avivé, que soy un pelotudo?

Ruido sordo. La turbulencia llega a ser tan atroz que a simple vista no hay significado. Quizás sea porque el sujeto elige desactivar un sentido, su lado más sensible, menos desarrollado para esta sociedad. Se elidió la música alienada: vidrios, insultos, espasmos, súplicas, rezos, fracturas de diversos materiales. Se tatuaron, se marcaron, imágenes asfixiantes.

 _ Permítame ayudarle… Le acompaño con la bolsa, nomás… Si no le quiero traer problemas… Puede contar conmigo en lo que mande… Disculpe señora… yo…

La había mirado desde siempre (ya está aclarado este siempre).

 Más por carencia que otra razón empezó a imaginarse intentando liberar una sonrisa sin rendir explicaciones.

 No era ninguna tarada, no tenía interés en el espejismo telenovelesco pero ya estaba casi por completo convencida de continuar su vida con ese ritmo enajenado.

 El día del cumpleaños terminó normalmente. Cuando concluyó el éxodo el bruto encontró excusa para no controlar su cobardía, para no regalarle nada útil. Entendió que golpeándola iba a hacerle entender la importancia del ahorro. De paso canalizaría así el mazo de humillaciones propias que ella le ayudaba a mezclar con mate justo y alguna caricia sincera (porque su enfermedad <la psíquica>le impedía odiarlo): el incipiente descenso de la camiseta imbécil, el ascenso de horas laborales impagas, el viaje en tren ganadero, el robo de la bicicleta, las quemaduras de retina de la soldadora eléctrica, la deuda con el vecino, al que esquivaba roedoramente.

 Dos meses habían pasado y las patadas se hacían recordar en la parte baja de la espalda. En los días más húmedos era insoportable. Pero no se puede vivir en la cama porque los deberes sobran y puede ser peor. Eso sí, ella también creía que se puede estar peor.

 Ennegrecía su universo. Como agarra la lluvia a un perro, así los iba a encontrar.

 Puede caber la posibilidad de pensar que si ella no fuera ella él no se pondría así. De no ser por los ojitos y la sonrisa que a pesar del maltrato seguían destellando miel, por la ignorancia del tiempo por parte de sus piernas, por haberse dejado besar en el primer encuentro, por disfrutar libremente de la sexualidad (allá hace como trece años); de no ser por todas estas perlas que dejan lugar a la sospecha, él no sería como es. Seguramente habría continuado la conducta que mostraba antes de entrar en confianza, esa agradable confianza que le permitía no reprimir su tránsito interno donde y cuando quiera que estén.

 Literalmente ennegrecía el pulmón de la mujer humillada pero no infeliz; todos los días se hacía un regalo al alma: cocinar al mediodía lo que su hijo deseara comer.

 Un papel secante, y la lenta pero perceptible invasión de la tinta que se derrama desde la punta de la pluma hundida en él. Anárquica figura.

 _ ¡Esto es un asco!... < Silencio. Eco del televisor. Jadeo del niño > Vení un minuto, che… ¿vos me querés volver loco, no? ¿Todavía te quedan ganas de andar de linda con el marmota ese?... encima el pendejo éste se le mete adentro de la casa… Si serás tarada…

Ya no volvió a levantarse más que para ir al baño, seis milagrosas veces en un mes. Era cuestión de tiempo, no quedaban posibilidades de contrarrestar la enfermedad < la física >. Procuraban que se vaya con el menor dolor posible. Ojalá que el dolor no sea acumulativo, que no haya un banco de sufrimiento en nuestro interior porque sino aquella pobre almita nunca podrá despegar.

 Quiso mentir pero no comió. A alguien de tal desnaturalización sólo se le puede ver la pena a través de la falta de apetito. Aunque quizás no cenó por no cocinar.

 Velozmente la espuma oculta la realidad, como cuando se vierte agua oxigenada sobre una herida, o una hemorragia.

 Esa noche los perros ladraron, ladraron y ladraron tanto como para competir con las percusiones de cachaca típicas de un sábado.

Quizás por ese ruido feroz que creaban los sonidos nada se escuchó. Quizás nadie creería que un vidrio roto puede ser un mal presagio. Tal vez la música violenta del vecino lindante influyó notablemente, o las voraces voces de los perros reanimaron el deseo de aquel sujeto que se despedía de la niñez de una vez y para siempre.

Alzó el vaso grasiento y triunfador, sorbió un líquido pariente de whiskey que le hizo estallar los ojos y con el tracto digestivo abrasado salió hasta la reja y chifló. Dejó caer junto con su lágrima un intento de alimento semejante a engrudo. Con la sensación de un abrojo suicida en la garganta lo hizo pasar, todavía con la cola baja, relamiéndose el ungüento que le llegaba a los ojos, y dio el puntapié inicial. Sin preámbulos enseñó el juego. Luego tosería, tembloroso, en su primer cigarrillo.

Las puertas quedaron abiertas invitando a pasar al doloroso frío de agosto, que al ingresar halló al cipote entre sus herramientas, enroscado en una frazada roída y húmeda, emanando alcohol grosero y con la cabeza destruida, colgando solamente por virtud de la columna.
 El Negro del pibe, él y el mirón cruzaron la frontera al día siguiente.

 

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