Dedicado a mi inolvidable Negrito
Quijote del 11 del 6.
“Entrá nomás…
no tengas miedo a la biaba…”
Francisco Bastardi (canta Gardel)
no tengas miedo a la biaba…”
Francisco Bastardi (canta Gardel)
_ ¡Cómo me gustaría tener un perro y que me haga caso
y que le muerda toda la cara a ese hijo de puta!
Los poros comenzaban a tomar color formando
círculos de pintas rojísimas con fondo rosa carne. Nuevamente descendía el
signo que significaba apretar los ojos, contraer el rostro tanto hasta sentir
dolor de nuca y esperar que el sonido seco termine de resonar en gritos,
caídas, espasmos, vidrios. Abrirlos lentamente, esperando siempre el mal menor.
Escupitajo al suelo. Pararse lentamente.
Inhalación prolongada mostrando los dientes. Revoleo de cuello supervisando la
habitación y denotando lo inevitable de la situación. El golpe. Trompada
sinvergüenza que amplía el jadeo del niño frente al televisor.
Simultáneamente el cáncer se adueñaba con
silencio y paciencia del pulmón de la mujer y el caldo mental de la criatura
comenzaba a espesarse, a cuajarse; bastante colágeno se notaba ya.
_
¡Cómo me gustaría tener uno de esos perros y que le arranque toda la cara al
hijo de puta!
El cascarón empezó a mostrar fisuras,
seguramente causadas por la percusión que bajaba la intensidad sólo en la escuela,
donde martillaba a los compañeros menos aguerridos.
Desde siempre la había mirado. Mejor dicho,
desde el día que arribó en el Taunus, sonriente e ignorante del embarazo.
Después de saludar a la suegra, cumpliendo con el protocolo universal, lo
saludó a él; entonces se podría creer que fue al primero que saludó. Había
pensado que era parte de la familia: tomaba mate con Doña Eurelia bajo la
parra.
_ ¿Qué, me lo vas a negar? ¿Qué, no viste cómo
te apuntaba los ojos? Y si… ahora, decime una cosa, che ¿vos te crees que yo no
me avivé, que soy un pelotudo?
Ruido
sordo. La turbulencia llega a ser tan atroz que a simple vista no hay
significado. Quizás sea porque el sujeto elige desactivar un sentido, su lado
más sensible, menos desarrollado para esta sociedad. Se elidió la música
alienada: vidrios, insultos, espasmos, súplicas, rezos, fracturas de diversos
materiales. Se tatuaron, se marcaron, imágenes asfixiantes.
_ Permítame ayudarle… Le acompaño con la
bolsa, nomás… Si no le quiero traer problemas… Puede contar conmigo en lo que
mande… Disculpe señora… yo…
La
había mirado desde siempre (ya está aclarado este siempre).
Más por carencia que otra razón empezó a
imaginarse intentando liberar una sonrisa sin rendir explicaciones.
No era ninguna tarada, no tenía interés en el
espejismo telenovelesco pero ya estaba casi por completo convencida de
continuar su vida con ese ritmo enajenado.
El día del cumpleaños terminó normalmente.
Cuando concluyó el éxodo el bruto encontró excusa para no controlar su
cobardía, para no regalarle nada útil. Entendió que golpeándola iba a hacerle
entender la importancia del ahorro. De paso canalizaría así el mazo de
humillaciones propias que ella le ayudaba a mezclar con mate justo y alguna
caricia sincera (porque su enfermedad <la psíquica>le impedía odiarlo):
el incipiente descenso de la camiseta imbécil, el ascenso de horas laborales
impagas, el viaje en tren ganadero, el robo de la bicicleta, las quemaduras de
retina de la soldadora eléctrica, la deuda con el vecino, al que esquivaba
roedoramente.
Dos meses habían pasado y las patadas se
hacían recordar en la parte baja de la espalda. En los días más húmedos era
insoportable. Pero no se puede vivir en la cama porque los deberes sobran y
puede ser peor. Eso sí, ella también creía que se puede estar peor.
Ennegrecía su universo. Como agarra la lluvia
a un perro, así los iba a encontrar.
Puede caber la posibilidad de pensar que si
ella no fuera ella él no se pondría así. De no ser por los ojitos y la sonrisa
que a pesar del maltrato seguían destellando miel, por la ignorancia del tiempo
por parte de sus piernas, por haberse dejado besar en el primer encuentro, por
disfrutar libremente de la sexualidad (allá hace como trece años); de no ser
por todas estas perlas que dejan lugar a la sospecha, él no sería como es.
Seguramente habría continuado la conducta que mostraba antes de entrar en
confianza, esa agradable confianza que le permitía no reprimir su tránsito
interno donde y cuando quiera que estén.
Literalmente ennegrecía el pulmón de la mujer
humillada pero no infeliz; todos los días se hacía un regalo al alma: cocinar
al mediodía lo que su hijo deseara comer.
Un papel secante, y la lenta pero perceptible
invasión de la tinta que se derrama desde la punta de la pluma hundida en él.
Anárquica figura.
_ ¡Esto es un asco!... < Silencio. Eco del
televisor. Jadeo del niño > Vení un minuto, che… ¿vos me querés volver loco,
no? ¿Todavía te quedan ganas de andar de linda con el marmota ese?... encima el
pendejo éste se le mete adentro de la casa… Si serás tarada…
Ya no
volvió a levantarse más que para ir al baño, seis milagrosas veces en un mes.
Era cuestión de tiempo, no quedaban posibilidades de contrarrestar la
enfermedad < la física >. Procuraban que se vaya con el menor dolor
posible. Ojalá que el dolor no sea acumulativo, que no haya un banco de
sufrimiento en nuestro interior porque sino aquella pobre almita nunca podrá
despegar.
Quiso mentir pero no comió. A alguien de tal
desnaturalización sólo se le puede ver la pena a través de la falta de apetito.
Aunque quizás no cenó por no cocinar.
Velozmente la espuma oculta la realidad, como
cuando se vierte agua oxigenada sobre una herida, o una hemorragia.
Esa noche los perros ladraron, ladraron y
ladraron tanto como para competir con las percusiones de cachaca típicas de un
sábado.
Quizás
por ese ruido feroz que creaban los sonidos nada se escuchó. Quizás nadie
creería que un vidrio roto puede ser un mal presagio. Tal vez la música
violenta del vecino lindante influyó notablemente, o las voraces voces de los
perros reanimaron el deseo de aquel sujeto que se despedía de la niñez de una
vez y para siempre.
Alzó
el vaso grasiento y triunfador, sorbió un líquido pariente de whiskey que le
hizo estallar los ojos y con el tracto digestivo abrasado salió hasta la reja y
chifló. Dejó caer junto con su lágrima un intento de alimento semejante a
engrudo. Con la sensación de un abrojo suicida en la garganta lo hizo pasar,
todavía con la cola baja, relamiéndose el ungüento que le llegaba a los ojos, y
dio el puntapié inicial. Sin preámbulos enseñó el juego. Luego tosería,
tembloroso, en su primer cigarrillo.
Las
puertas quedaron abiertas invitando a pasar al doloroso frío de agosto, que al
ingresar halló al cipote entre sus herramientas, enroscado en una frazada roída
y húmeda, emanando alcohol grosero y con la cabeza destruida, colgando
solamente por virtud de la columna.
El Negro del pibe, él y el mirón cruzaron la frontera al día siguiente.
El Negro del pibe, él y el mirón cruzaron la frontera al día siguiente.
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