lunes, 8 de abril de 2013

EL TIMÓN DE TURNO



Los relatos que a continuación puede leer fueron hallados escritos en un rollo de papel higiénico dentro del bolso de mano del recientemente fallecido periodista Santiago Alonso.
A su memoria, con la resonancia estrepitosa de la zamba en gaita gallega.

 

 


PERRA SALVA A ACTOR FAMOSO DE UN ATAQUE DE PÁNICO Y DA A LUZ UNA GUIRNALDA DE CACHORROS

 

Son conocidas las extravagancias en lo que respecta a Arturo Muñón.

Cuando tenía trece años fue expulsado del secundario por alborotar al estudiantado tras degollar a la gansa que había llevado sedada dentro de la mochila. En el primer recreo el efecto del pan con trocitos de diazepam ya dejaba de actuar y fue el momento justo para que Arturo comprobara el exitoso filo de la trincheta en el cogote perlado del pajarraco.

Como era de prever, las autoridades de la institución no demoraron un día en decidir la conveniencia de apartar al pícaro del resto de sus palomillas.

Dejemos aparte los ocho años que ocupó en terminar la escolarización, con su recorrido por distintas escuelas del distrito hasta encontrar aquella en la que no faltaba más que inscribirse para poder terminarla.

A los veinte años conoció el inhóspito calabozo del barrio de su novia Selva cuando la policía lo encontró desnudo y risueño escapando de su suegro en horas de la madrugada. Como reconocimiento a su capacidad de imitador los presos lo adularon horas enteras y hasta consiguieron el favor de la guardia para que los entretenga un rato más. El Rey Arturo, como lo apodaron dentro por ocurrencia de un travesti bullanguero, tuvo que hacer de mimo, chimpancé, lobo feroz y tres chanchitos. El papel del chancho laborioso le ameritó el egreso. En la actuación fregó materiales de cocina y piso del calabozo.

Moquiento y tiritando se encontró en la recepción de la comisaría 11° con sus padres, envuelto en una bolsa de nylon su obscenidad; ciruja en taparrabos, sentenció el padre al verlo, procurando un agravio humillante que lo ponga en vereda. Fue en vano, acababa de conocer su capacidad para el espectáculo.

Meses después, los que duró la interpretación de la anécdota, que dicho sea de paso estaba volviéndose cada vez más extensa, incluso había tomado matices más fantásticos al incluir mitología carcelaria y apariciones de profetas delincuentes con atrevidos vaticinios como el caso de La Mamona, deformación de La Llorona pero que provocaba la organización de una regia fila de presos que ordenadamente recibían la bendición de esta alma en pena.
La Mamona vagaba por calabozos y penitenciarías buscando a su amante. Como era cortísima de vista había desarrollado de manera extraordinaria el sentido del gusto y no pasaba noche sin buscar a su amante, del cual prefería no tener más recuerdo que el sabor de su semilla. A menos que haya alboroto o no formen la fila debidamente, de menor a mayor, como en la escuela, hecho que provocaba la desaparición inmediata de la amorosa servidora, porque más allá de todo lo que se pueda pensar y decir acerca de esta deidad tumbera era una defensora irrevocable del orden y la organización. No sea cosa que hablen de ella como de una puta siembra pleitos.

El caso de la fantasma ninfómana era la evidencia para reconocer la capacidad de invención de Arturo. Todo oyente vecino conocía de antemano que el chanta este había entrado a las cinco de la mañana y salido de la taquería a las once de la noche, lo cual impedía considerar ciertas todas las anécdotas acerca de La Mamona, siempre iniciadas por un: ­_ cuando apareció La Mamona, no sabés... , o: _ no te imaginás lo que es eso, uno de los momentos más lindos de mi vida..., :_habría que habernos sacado una foto, todos calladitos, en filita, como cuando se toma la comunión.

Meses después empezó en un taller de teatro. Por lo menos, dos días a la semana estaría fuera de la cama antes de las dos de la tarde. Gerardo Tuquinas, el profesor del Instituto de Artes Dramáticas Tuquinas, recuerda las improvisaciones de Arturo. Cierta vez encarnó persona de príncipe encantado, de sapo. En su ir y venir saltarín Arturo parecía pretender el desmoronamiento del tablado. La dama de presente agrio que hallaría al príncipe azul era representada por quien años después sería una de las caras de la radiofonía local: Irma Iunit. La actual columnista radial en la sección nutrición no era lo que es hoy. Todavía entraba en pantalones y periódicamente encontraba pretendiente. Cuando se acercó a besar al sapo-príncipe no creyó que la improvisación iría a perder el ambiente maravilloso ni advirtió, como ningún otro presente, que Arturo había decidido seguir siendo sapo y con un dedo más en medio de la mano, retraído el envoltorio para regalarle más presión a la defensa batracia, lanzarle un respetuoso chorro de meo entre las tetas. Tuquinas no lo echó, lo prefería antes que a la otra.
Este extravagante de 28 años, egresado de la última promoción de la Escuela de Teatro de Bellaluna aún no termina de maravillarse por lo acontecido ayer.
Al finalizar la obra que lleva dos semanas con gran éxito en el teatro La Vereda, Arturo se retiró solo alegando una irregularidad en la percepción. Sus compañeros comentan que durante las escenas incluía en su guión las diferencias imprescindibles entre los distintos lobos, aclarando su partidismo por el feroz de Caperucita.
Las luces de la avenida, según él mismo nos ha contado, se volvieron un tormento cuando renunció a continuar con el grupo camino al bar acostumbrado. Dice haber sentido que los autos se volvían una cruel amenaza y que confundía las aceleraciones estruendosas con los latidos de su corazón. Luego los profesionales diagnosticaron un ataque de pánico.

En la cresta del terror apareció Flora. Flora se acercó a Arturo tembloroso y posó su hocico contra el pecho del actor. Una luz ambarina comenzó a crecer en torno al cuerpo de la perra encinta, y en forma de calor maternal lo trasladaba hacia el pecho taquicárdico del hombre. Paulatinamente el temor con origen desconocido se fue disipando, a su vez se normalizaba el latir del corazón.

Un colectivo repleto de pasajeros que circulaba por la avenida atestigua el momento en el que Flora salva a Arturo del panic atack y comienza a dar a luz su lechigada: siete cachorros, los siete vivos, tres café con leche, dos blancos y dos negrísimos como la madre, los siete hilvanados, tejidos, todos siameses formando una guirnalda de perritos.


Se adjunta foto del actor con el bandoneón de canecitos.



 



ARAÑA ALERTA

Fue así porque miró a la araña.
Fue que miró la araña y se absorbió, se imanto en un proyecto, tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo, los que dicen que miró a la araña, que sintió un jaleo con viento entre los omóplatos.

No así, pero como si tuviera los ojos cerrados, ciego a las formas, sentado en el medio de la tierra (creyendo bien que todo lugar puede serlo) empieza a sentir un latido ineludible e intrasmisible, como las fuerzas de labios por donde entra aire, como las distantes caloras del aire al viajar de los labios a los dientes, y de los dientes a esa cueva que enfría como boca; un temblor rítmico sentía ciego y pensaba el pasado; con calor aparecía en la orilla perdiéndosele las ropas, cayendo al suelo en jirones gruesos hechos por mandíbulas desdentadas, carnosas moles hambrientas de género; sentía cosas degeneradas.

Floreal miraba la araña sudando en la mente. Floreal por derretirse. Tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo los chicos que esperaban a su lado el colectivo que retrasaba, llegando tarde al partido que ganarían a dos cuadras de la escuela, en la plazoleta Alfredo Castro, pues habían decidido hoy tampoco ir a estudiar el tedio matemático. (lo decidieron en abril cuando Mariela Gens profesora en matemáticas de 4º convenció al sector femenino para aplicarse al estudio; el grupo de varones desertores cree que con la promesa de que sus clases les garantizarían el acceso a comprender el camino para la felicidad aún con marido. Y era cierto que las palomas habían cambiado su manera de alzar vuelo). Tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo Floreal.

Estaba en el momento justo en el que un fumador se enciende un pucho, cosa que Floreal no hizo sin más razón que no fumar. Pero inmóvil siguió con la vista montada en su proceso.

Era un llamado latente aún con mayor intensidad. Ahora el único punto fijo era la araña. Todo lo demás iba a detonar. El mundo entero se sacudía en contracciones y dilataciones y la araña firme, impoluta, superiora, creciendo en profundidad, llamando a un Floreal que nadaba invisiblemente en un huevo de vidrio, enchastrado hasta las pestañas, imaginando las burlas de los estudiantes.

Los esperantes jugaban a lo que habían aprendido como divertimento en los primeros años de escuela primaria. Si bien todos provenían de escuelas distintas, la primaria los homogeneizó en lo respectivo a la sociabilización: los adolescentes se escupían, golpeaban, acusaban de maricas y halagaban a las madres ajenas; algo que en este grupo contaba con la particularidad de provocar el sonrojamiento de Omar, más todavía si estaba entre ellos Fermín, el hijo de Macarena, la madre del grupo que siempre llamaba por las tareas y un día dio clases particulares a de inglés a Omar. Siete horas de clases que nadie pudo interrumpir, para la prueba que Omar reprobó durmiéndose como si fuera un oso sobre el pupitre. Fermín estaba. Es él quien mayor imaginación tiene para quien llama “mi papá”. No se fueron en el colectivo que pasó, eligieron intentar poner en órbita al hombre que miraba ciego el poste de luz. Nadie se atrevía a romper el nudo místico que parecía esclavizar a Floreal Ruiz.

El mundo en borboteo, temblando como una olla de miel incandescente, transpirando el aire una presión de pólvora, una llamada del mar que se come al Sol; y Floreal decidiendo la balanza a su parecer, desatendiendo el vocerío desbordante de los precoces, decidiéndose sordo también a las últimas voces, voces de sirenas, de tenazas saladas, sin pliegues, rezumantes, agarradoras. La araña, esos dos ojos bizcos con pestañas de muerta vieja, no dejaba de gobernar el universo que se desmoronaba, emperatriz del nuevo ciclo, acabadora de esta vida, dueña de la esperanza de un mundo mejor, de paz entre hermanos, de reinos sin guerras, donde la verdad sea manifiesta y el bien inalterable, el mundo que le llega al que no renunció a la promesa, el mundo de los fieles.

Con ahogo de terror, en el cansancio del ahogo tomó coraje, según dicen los que cuentan, tomó coraje. Sombra en el aire el coraje, fuego negro, trozo de vacío, agujero de muerte, dicen los que comentan haber visto al coraje crecer como una tormenta, crecer en ese ser paralizado, anclado en el miedo, crecer como el coraje del guaraní que en una ráfaga insurrecta, jadeante y emanando el olor de la realidad, el fragor de la presa rebelde, sorpresiva, con la espalda rozando el límite, sintiendo el frío de la roca como parte del enemigo, estalla en valor e hinca el cortante en el ojo del yaguareté, hundiéndolo en un solo movimiento hasta entrar en la central nerviosa y dejar a la pantera muerta y respirando; como Teseo el mitómano al que únicamente en vieja Grecia se le pudo haber prestado atención.

En la plenitud del valor, decididamente amenazadora situación, optó el octópodo por desplazarse lentamente hasta aquel gigantesco círculo con garras y picó.

La reacción alérgica paralizó inmediatamente el cuerpo del observante. Uno de los estudiantes ausentes dio denuncia en la oficina de emergencias, la cual derivó el caso a defensa civil por no haber entendido correctamente al adolescente. Defensa civil llegó en minutos para llamar a una ambulancia retardada que levantó el cuerpo.

Los vecinos buscan la araña, que según los investigadoras de la facultas de ciencias veterinarias tiene preferencia por las paradas de la línea interurbana 44.

 

 

LA VÍA TRUNCADA DE JUANA ANATOLE

Fue el jueves 15 de marzo cuando sonó el teléfono de la comisaría 54ª con la voz alarmada de Mirta Beatriz Echague para denunciar el crimen de Juana Anatole. Eran las dos de la tarde cuando el estruendo quebró la siesta y aguijoneó la curiosidad de la vecina que aún lavaba los platos, derrochando el agua, pues más miraba la novela amorosa y subordinada a la estética tropical repetitiva. A juzgar por la testigo, sólo había habido un disparo; y a menos que uno haya sido al aire, el cuerpo demostraba la razón de la testigo.


Juana Anatole trabajaba el quiosco desde hacía seis años. Este había crecido algo, proporcionalmente a su esfuerzo. No por falta de necesidad desatendía el progreso del negocio. Es evidente una irregularidad en las compras y la falta de pintura en la persiana, sin embargo la quiosquera priorizaba sus otras fases. Algunas de sus otras fases.
Cuando Juana puso el quiosco había la necesidad imperante de independizarse. La decisión de no desechar su vida por la acumulación de errores se concretó. Había disipado toda memoria castradora, borrado los vientos que traían imágenes gastadas, sucias de muertas, como el árbol gris.


Estaba casada con Hugo Alberto Muñoz desde hacía ocho años, compartían la edad. Al poco tiempo de casarse Juana entendió que no había nada más compartido entre ellos que la cama y la edad. No sabía si la desdicha también pertenecía a él ni tenía interés en pensarlo, ya con su propio peso le bastaba. Hugo Muñoz conocía a Juana antes que ella a él. Ambos cursaron los tres primeros años de la escuela secundaria al mismo tiempo, en distintas divisiones. Hugo procuró una relación desde el primer día, pudorosamente, estratégicamente, mientras Juana sólo tenía ojos para quien sería la puerta al padre de Ismael.


Julián Goyola iba a 1º2ª, tal cual Juana, y desde las primeras vacaciones de invierno del primer año de secundaria sería novio de ella. Tiempo después de terminar la escuela, un amigo de Julián, Mateo Galán, encandila a la joven indecisa de futuro y la imanta a través de su atmósfera distinta. Mateo es estudiante de ciencias económicas. Amigo de la infancia de Julián, conoce a Juana cuando cruza a su amigo en pareja, esperando el colectivo luego de una función de cine, manejando plácidamente hacia la casa de sus padres al finalizar su cursada de viernes.


Mateo no fue al día siguiente porque no pudo reanudar su cuerpo de la velada en casa de Julián, donde terminó durmiendo en los almohadones que entre risas le tiraron. Todos los allegados a la pareja recuerdan ese hecho como ejemplo de la mala relación entre el contador y el alcohol.


Meses después, Juana trabajaba en el estudio del suegro, empleo que conservó hasta creer conocer a Hugo, y endulzaba el prolijo departamento de la calle Arenales. Juana egresada comercial y nacida brillosa tal vez nunca había pensado realmente cuán simple le iría a resultar ser la secretaria que más antigüedad alcanzaría en el estudio contable de Felipe Américo Galán, ni que ese empleo le demandaría e infundiría valor más allá del camino de cuestas por el que transitaría su relación con Mateo. En un viaje a Uruguay al que fue el efervescente profesional la pareja fecundó a Ismael Anatole, tocayo de su abuelo tan ausente.
Felipe Américo Galán persuadió a la encinta a valorar y elegir la secretaría, su perfeccionamiento, el conocimiento de distintos centros turísticos, a cambio de iniciar la demanda que humillaría al futuro Ismael. Juana vivió así, con dos papas noeles por seis años.


Reconoció la mirada de Hugo Alberto Muñoz que les ofrecieron viajar a la sombra a ella y a su hijo. Hugo conducía por la Avenida Yantafate tal vez buscándola aún. Hugo la saludó y le hizo saber quiénes eran, logró la aceptación y conversó con Ismael hasta estacionar sobre Sarandí.

 

Los adultos se volvieron a ver al día siguiente a la vuelta del colegio. En tres meses ahorró dinero y coraje y deshabitó el departamento- oficina para prenderse en la cola del cometa Muñoz.

 

Pájaro en mano, se casó. Ahora sí.


Ocho años después puso el quiosco. Ocho años midiendo el grosor de los barrotes, ocho años pensando en las lágrimas de su madre tan diferentes a las suyas, las suyas tan arrepentidas de no haber por lo menos deparado a Ismaelito la cobija de Ismael, ocho años recorriendo los instantes fantasmas que le sirvieron el error bien endulzado.

 

El quisco en Salatufa no fue una idea, fue una acción. Juana abrió la ventana, colgó cartel con ofertas y los compañeros de Ismael en la cercanísima escuela nº 19 se agolparon a comprar.

 

Dos años de ahorro y de digerir calvario le permitieron comprar la fotocopiadora y escapar sin previo aviso. En procura de cometer errores desconocidos, Juana mudó la vida consiguiendo el  alquiler de un local amplio en la esquina de Echarpe y Sulátima, a una cuadra de la escuela Felisa Macaria.


Afortunadamente erró lo que creía que haría Muñoz. Nunca más lo volvió a ver.


No pudiendo soportar el collar de incertidumbre, Ismael fue descuidando los estudios hasta abandonarlos. Desesperada madre creyó que la mayoría de edad le sería escudo para soportar ciertas verdades. Ismael sólo llegó a dejarse ahogar por la de que Muñoz no era su padre, el resto lo atravesó ya muerto.

 

Juana quedó sola en el quiosco, atendiendo mayormente la venta de fotocopias. Leía cuanto tiempo podía y sabía mejor que nadie acerca del programa de la escuela en lo que era ciencias sociales y literatura. Sentía una gran admiración por la vida y su fuente inagotable cuando recibía obra todavía no leída, algo que sucedía casi siempre antes de terminar aquella en la que estaba sumergida. Prefería suspenderse en César Vallejo, caer en Maupassant, cortarse con Artaud, llorarse desde Puig, que contar, recontar, ordenar y hacer rodar un pedido de cigarrillos, biromes, hebillas o maníes. Era la fotocopia la mano ahora, la rambla para ver el agua nueva y en esa agua encontrar un espejo caprichoso y subversivo, un proyector de caminos transitados, hollados, ambiguos, nacientes, futuros, esperanzados.

 

Minutos después de que suene el teléfono en la comisaría 54ª era detenido el conductor de un auto Zipalka 42 gris molusco. El hombre había chocado contra un volquete en la esquina de Salvador Croto y Olate y procuraba desesperadamente hacer arrancar el vehículo estropeado contra el bloque de metal.

 

Un patrullero que circula a cuadra y media del impacto oyó el ruido y se acercó a brindar ayuda e intervención en el accidente. Al ver la locura en el semblante del automovilista que no se dejaba ayudar ni podía pronunciar palabras con claridad los oficiales le indicaron su detención y futura incomunicación.

ojalá haya un instante de pregunta a los difuntos, ojalá se les consulte a quiénes no quisieran volver a ver nunca jamás, a quiénes echan la culpa de sus martirios e infelicidades porque de lo contrario deberá Juana cruzarse en un bar celestial al idiota de Julián Goyola con su interminable deseo de tertulia estéril, o a los cómplices Galán, el hijo buen discípulo y al padre libidinoso conocedor de aduanas y fragancias hipnóticas, o al descalibrado Muñoz con su afán de borrador de pasado y puño posesivo, pistola en mano, auto en marcha, disparando a la ventana abierta para toda la eternidad.

 
 
 
 
 

FINAL GÉLIDO PARA JOSEFINA

 

Después de haber pasado los problemas familiares, en realidad: después de que ellos hayan pasado; quiso estudiar.

Las chicas se quedarían con su hermana por las tardes y ella iniciaría el primer año de educación inicial en el profesorado Matías DeVerde de Almirón.

Josefina Estévez, de 28 años, era madre de dos hijas y vivía en  Devoto.

Se había casado a los 19 con "Cholo" José Rolón, embarazados de seis meses.

Tres años después nacía la hermana de Adela, Guadalupe Rolón.
Muerta su madre cuando la menor tenía cuatro años, Josefina prontamente abandona un camino recién iniciado. Estela, la madre de Josefina, trabaja como modista y cuida a Adela en los momentos que su hija precisa.
Josefina realizaba por aquel entonces sesiones de reiki en el Club Badrián.

Al fallecer Estela por una mutación celular incontrolable, Josefina suspendió el reiki y la moto por tiempo casi de luto.
Separada del "Cholo" por primera vez al año de Adela, Josefina toma costumbre de orearse y en uno de tantos soleos tropezó con quien le convidó fumar en moto. Seis meses después renuncia a la iguanidad y adopta carrera de reiki.

Cursando reiki se reconcilia con el Cholo y abre las ventanas.
Adela en edad escolar resultó óptimo a la pareja. Mudaron de barrio, crecieron en gastos y pensaron en mañanas.

El ingreso de Guadalupe a la primaria posibilitó la idea progresista de que Josefina se inscribiera en la carrera terciaria. Guadalupe, la menor, había forjado un vínculo más adhesivo con la madre. Criada sin abuela, Guapa, como la nombraba el Cholo, aprendió a llorar como último recurso.

Victoria, la hermana mayor de Josefina, es quien elije Guadalupe entre los brazos ajenos. Por esta razón se permite Josefina pedirle el ciudado de las niñas al mediodía.

La tía buscaba a las niñas a la salida de la escuela, reintentaba sorprender con el almuerzo y quedaba al mando hasta la hora de la siesta, hora bien elástica que rara vez ha llegado antes del regreso de la madre de las criaturas, hecho también bien elástico.

El 24 de agosto Josefina llevó a las chicas a lo de Adrián. Adrián desayunaba la vitalidad de su hija y las dos vecinas todas las mañanas.

Llegó al profesorado porque lo certifica el parte de presentismo, en el cual figura incluso a horario, y como atestiguan quienes la vieron subir corriendo una escalera que ella creía que le causaba más tardanza.

Josefina no asistió a la hora después del recreo, lo certifica y atestigua lo mismo que en el párrafo anterior.

No hay quien haya podido dilucidar la manera en que ella terminó así. Cuando Cholo sintió temor, después de que Victoria transcurriera el mismo camino de sentimientos: desesperación por la urgencia de siesta, desesperación por encontrarse con su benefactor, desesperación porque esta vez sentía un olor distinto en la garganta.

Dio la denuncia el Cholo mientras esperaban en el auto las nenas con la tía.
Recién el lunes 27 del agosto que corre se halló el cuerpo de Josefina. Desnuda de torso, descalza y sin pelo yaciendo no más se abre la puerta de la heladera del buffet del Instituto Matías DeVerde de la localidad de Almirón.
Vecinos creen y opinan.

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