Los relatos que a continuación puede leer fueron hallados escritos en un rollo
de papel higiénico dentro del bolso de mano del recientemente fallecido
periodista Santiago Alonso.
A su memoria, con la resonancia estrepitosa de la zamba en gaita gallega.
PERRA SALVA A ACTOR FAMOSO DE UN ATAQUE DE PÁNICO Y
DA A LUZ UNA GUIRNALDA DE CACHORROS
Son
conocidas las extravagancias en lo que respecta a Arturo Muñón.
Cuando
tenía trece años fue expulsado del secundario por alborotar al estudiantado
tras degollar a la gansa que había llevado sedada dentro de la mochila. En el
primer recreo el efecto del pan con trocitos de diazepam ya dejaba de actuar y
fue el momento justo para que Arturo comprobara el exitoso filo de la trincheta
en el cogote perlado del pajarraco.
Como
era de prever, las autoridades de la institución no demoraron un día en decidir
la conveniencia de apartar al pícaro del resto de sus palomillas.
Dejemos
aparte los ocho años que ocupó en terminar la escolarización, con su recorrido
por distintas escuelas del distrito hasta encontrar aquella en la que no
faltaba más que inscribirse para poder terminarla.
A los
veinte años conoció el inhóspito calabozo del barrio de su novia Selva cuando
la policía lo encontró desnudo y risueño escapando de su suegro en horas de la
madrugada. Como reconocimiento a su capacidad de imitador los presos lo
adularon horas enteras y hasta consiguieron el favor de la guardia para que los
entretenga un rato más. El Rey Arturo, como lo apodaron dentro por ocurrencia
de un travesti bullanguero, tuvo que hacer de mimo, chimpancé, lobo feroz y
tres chanchitos. El papel del chancho laborioso le ameritó el egreso. En la
actuación fregó materiales de cocina y piso del calabozo.
Moquiento
y tiritando se encontró en la recepción de la comisaría 11° con sus padres,
envuelto en una bolsa de nylon su obscenidad; ciruja en taparrabos, sentenció
el padre al verlo, procurando un agravio humillante que lo ponga en vereda. Fue
en vano, acababa de conocer su capacidad para el espectáculo.
Meses
después, los que duró la interpretación de la anécdota, que dicho sea de paso
estaba volviéndose cada vez más extensa, incluso había tomado matices más
fantásticos al incluir mitología carcelaria y apariciones de profetas
delincuentes con atrevidos vaticinios como el caso de La Mamona, deformación de
La Llorona pero que provocaba la organización de una regia fila de presos que
ordenadamente recibían la bendición de esta alma en pena.
La Mamona vagaba por calabozos y penitenciarías buscando a su amante. Como era
cortísima de vista había desarrollado de manera extraordinaria el sentido del
gusto y no pasaba noche sin buscar a su amante, del cual prefería no tener más
recuerdo que el sabor de su semilla. A menos que haya alboroto o no formen la
fila debidamente, de menor a mayor, como en la escuela, hecho que provocaba la
desaparición inmediata de la amorosa servidora, porque más allá de todo lo que
se pueda pensar y decir acerca de esta deidad tumbera era una defensora
irrevocable del orden y la organización. No sea cosa que hablen de ella como de
una puta siembra pleitos.
El
caso de la fantasma ninfómana era la evidencia para reconocer la capacidad de
invención de Arturo. Todo oyente vecino conocía de antemano que el chanta este
había entrado a las cinco de la mañana y salido de la taquería a las once de la
noche, lo cual impedía considerar ciertas todas las anécdotas acerca de La
Mamona, siempre iniciadas por un: _ cuando apareció La Mamona, no sabés... ,
o: _ no te imaginás lo que es eso, uno de los momentos más lindos de mi
vida..., :_habría que habernos sacado una foto, todos calladitos, en
filita, como cuando se toma la comunión.
Meses
después empezó en un taller de teatro. Por lo menos, dos días a la semana
estaría fuera de la cama antes de las dos de la tarde. Gerardo Tuquinas, el
profesor del Instituto de Artes Dramáticas Tuquinas, recuerda las
improvisaciones de Arturo. Cierta vez encarnó persona de príncipe encantado, de
sapo. En su ir y venir saltarín Arturo parecía pretender el desmoronamiento del
tablado. La dama de presente agrio que hallaría al príncipe azul era
representada por quien años después sería una de las caras de la radiofonía
local: Irma Iunit. La actual columnista radial en la sección nutrición no era
lo que es hoy. Todavía entraba en pantalones y periódicamente encontraba
pretendiente. Cuando se acercó a besar al sapo-príncipe no creyó que la
improvisación iría a perder el ambiente maravilloso ni advirtió, como ningún
otro presente, que Arturo había decidido seguir siendo sapo y con un
dedo más en medio de la mano, retraído el envoltorio para regalarle más presión
a la defensa batracia, lanzarle un respetuoso chorro de meo entre las tetas.
Tuquinas no lo echó, lo prefería antes que a la otra.
Este extravagante de 28 años, egresado de la última promoción de la Escuela de
Teatro de Bellaluna aún no termina de maravillarse por lo acontecido ayer.
Al finalizar la obra que lleva dos semanas con gran éxito en el teatro La
Vereda, Arturo se retiró solo alegando una irregularidad en la percepción. Sus
compañeros comentan que durante las escenas incluía en su guión las diferencias
imprescindibles entre los distintos lobos, aclarando su partidismo por el feroz
de Caperucita.
Las luces de la avenida, según él mismo nos ha contado, se volvieron un
tormento cuando renunció a continuar con el grupo camino al bar acostumbrado.
Dice haber sentido que los autos se volvían una cruel amenaza y que confundía
las aceleraciones estruendosas con los latidos de su corazón. Luego los
profesionales diagnosticaron un ataque de pánico.
En la
cresta del terror apareció Flora. Flora se acercó a Arturo tembloroso y posó su
hocico contra el pecho del actor. Una luz ambarina comenzó a crecer en torno al
cuerpo de la perra encinta, y en forma de calor maternal lo trasladaba hacia el
pecho taquicárdico del hombre. Paulatinamente el temor con origen desconocido
se fue disipando, a su vez se normalizaba el latir del corazón.
Un
colectivo repleto de pasajeros que circulaba por la avenida atestigua el
momento en el que Flora salva a Arturo del panic atack y comienza a dar a luz
su lechigada: siete cachorros, los siete vivos, tres café con leche, dos
blancos y dos negrísimos como la madre, los siete hilvanados, tejidos, todos
siameses formando una guirnalda de perritos.
Se
adjunta foto del actor con el bandoneón de canecitos.
ARAÑA ALERTA
Fue así porque miró a la araña.
Fue que miró la araña y se absorbió, se imanto en un proyecto, tengo un camino
en la cabeza, dicen que dijo, los que dicen que miró a la araña, que sintió un
jaleo con viento entre los omóplatos.
No así, pero como si tuviera los ojos cerrados,
ciego a las formas, sentado en el medio de la tierra (creyendo bien que todo
lugar puede serlo) empieza a sentir un latido ineludible e intrasmisible, como
las fuerzas de labios por donde entra aire, como las distantes caloras del aire
al viajar de los labios a los dientes, y de los dientes a esa cueva que enfría
como boca; un temblor rítmico sentía ciego y pensaba el pasado; con calor
aparecía en la orilla perdiéndosele las ropas, cayendo al suelo en jirones
gruesos hechos por mandíbulas desdentadas, carnosas moles hambrientas de
género; sentía cosas degeneradas.
Floreal miraba la araña sudando en la mente.
Floreal por derretirse. Tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo los chicos
que esperaban a su lado el colectivo que retrasaba, llegando tarde al partido
que ganarían a dos cuadras de la escuela, en la plazoleta Alfredo Castro, pues
habían decidido hoy tampoco ir a estudiar el tedio matemático. (lo decidieron
en abril cuando Mariela Gens profesora en matemáticas de 4º convenció al sector
femenino para aplicarse al estudio; el grupo de varones desertores cree que con
la promesa de que sus clases les garantizarían el acceso a comprender el camino
para la felicidad aún con marido. Y era cierto que las palomas habían cambiado
su manera de alzar vuelo). Tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo
Floreal.
Estaba en el momento justo en el que un fumador se
enciende un pucho, cosa que Floreal no hizo sin más razón que no fumar. Pero
inmóvil siguió con la vista montada en su proceso.
Era un llamado latente aún con mayor intensidad.
Ahora el único punto fijo era la araña. Todo lo demás iba a detonar. El mundo
entero se sacudía en contracciones y dilataciones y la araña firme, impoluta,
superiora, creciendo en profundidad, llamando a un Floreal que nadaba
invisiblemente en un huevo de vidrio, enchastrado hasta las pestañas,
imaginando las burlas de los estudiantes.
Los esperantes jugaban a lo que habían aprendido
como divertimento en los primeros años de escuela primaria. Si bien todos
provenían de escuelas distintas, la primaria los homogeneizó en lo respectivo a
la sociabilización: los adolescentes se escupían, golpeaban, acusaban de
maricas y halagaban a las madres ajenas; algo que en este grupo contaba con la
particularidad de provocar el sonrojamiento de Omar, más todavía si estaba
entre ellos Fermín, el hijo de Macarena, la madre del grupo que siempre llamaba
por las tareas y un día dio clases particulares a de inglés a Omar. Siete horas
de clases que nadie pudo interrumpir, para la prueba que Omar reprobó
durmiéndose como si fuera un oso sobre el pupitre. Fermín estaba. Es él quien
mayor imaginación tiene para quien llama “mi papá”. No se fueron en el
colectivo que pasó, eligieron intentar poner en órbita al hombre que miraba
ciego el poste de luz. Nadie se atrevía a romper el nudo místico que parecía
esclavizar a Floreal Ruiz.
El mundo en borboteo, temblando como una olla de
miel incandescente, transpirando el aire una presión de pólvora, una llamada
del mar que se come al Sol; y Floreal decidiendo la balanza a su parecer,
desatendiendo el vocerío desbordante de los precoces, decidiéndose sordo
también a las últimas voces, voces de sirenas, de tenazas saladas, sin
pliegues, rezumantes, agarradoras. La araña, esos dos ojos bizcos con pestañas
de muerta vieja, no dejaba de gobernar el universo que se desmoronaba,
emperatriz del nuevo ciclo, acabadora de esta vida, dueña de la esperanza de un
mundo mejor, de paz entre hermanos, de reinos sin guerras, donde la verdad sea
manifiesta y el bien inalterable, el mundo que le llega al que no renunció a la
promesa, el mundo de los fieles.
Con ahogo de terror, en el cansancio del ahogo tomó
coraje, según dicen los que cuentan, tomó coraje. Sombra en el aire el coraje,
fuego negro, trozo de vacío, agujero de muerte, dicen los que comentan haber
visto al coraje crecer como una tormenta, crecer en ese ser paralizado, anclado
en el miedo, crecer como el coraje del guaraní que en una ráfaga insurrecta,
jadeante y emanando el olor de la realidad, el fragor de la presa rebelde,
sorpresiva, con la espalda rozando el límite, sintiendo el frío de la roca como
parte del enemigo, estalla en valor e hinca el cortante en el ojo del
yaguareté, hundiéndolo en un solo movimiento hasta entrar en la central
nerviosa y dejar a la pantera muerta y respirando; como Teseo el mitómano al
que únicamente en vieja Grecia se le pudo haber prestado atención.
En la plenitud del valor, decididamente amenazadora
situación, optó el octópodo por desplazarse lentamente hasta aquel gigantesco
círculo con garras y picó.
La reacción alérgica paralizó inmediatamente el
cuerpo del observante. Uno de los estudiantes ausentes dio denuncia en la
oficina de emergencias, la cual derivó el caso a defensa civil por no haber
entendido correctamente al adolescente. Defensa civil llegó en minutos para
llamar a una ambulancia retardada que levantó el cuerpo.
Los vecinos buscan la araña, que según los
investigadoras de la facultas de ciencias veterinarias tiene preferencia por
las paradas de la línea interurbana 44.
LA VÍA TRUNCADA DE
JUANA ANATOLE
Fue
el jueves 15 de marzo cuando sonó el teléfono de la comisaría 54ª con la voz
alarmada de Mirta Beatriz Echague para denunciar el crimen de Juana Anatole.
Eran las dos de la tarde cuando el estruendo quebró la siesta y aguijoneó la
curiosidad de la vecina que aún lavaba los platos, derrochando el agua, pues
más miraba la novela amorosa y subordinada a la estética tropical repetitiva. A
juzgar por la testigo, sólo había habido un disparo; y a menos que uno haya
sido al aire, el cuerpo demostraba la razón de la testigo.
Juana
Anatole trabajaba el quiosco desde hacía seis años. Este había crecido algo,
proporcionalmente a su esfuerzo. No por falta de necesidad desatendía el
progreso del negocio. Es evidente una irregularidad en las compras y la falta
de pintura en la persiana, sin embargo la quiosquera priorizaba sus otras
fases. Algunas de sus otras fases.
Cuando Juana puso el quiosco había la necesidad imperante de independizarse. La
decisión de no desechar su vida por la acumulación de errores se concretó.
Había disipado toda memoria castradora, borrado los vientos que traían imágenes
gastadas, sucias de muertas, como el árbol gris.
Estaba
casada con Hugo Alberto Muñoz desde hacía ocho años, compartían la edad. Al
poco tiempo de casarse Juana entendió que no había nada más compartido entre
ellos que la cama y la edad. No sabía si la desdicha también pertenecía a él ni
tenía interés en pensarlo, ya con su propio peso le bastaba. Hugo Muñoz conocía
a Juana antes que ella a él. Ambos cursaron los tres primeros años de la
escuela secundaria al mismo tiempo, en distintas divisiones. Hugo procuró una
relación desde el primer día, pudorosamente, estratégicamente, mientras Juana
sólo tenía ojos para quien sería la puerta al padre de Ismael.
Julián
Goyola iba a 1º2ª, tal cual Juana, y desde las primeras vacaciones de invierno
del primer año de secundaria sería novio de ella. Tiempo después de terminar la
escuela, un amigo de Julián, Mateo Galán, encandila a la joven indecisa de
futuro y la imanta a través de su atmósfera distinta. Mateo es estudiante de
ciencias económicas. Amigo de la infancia de Julián, conoce a Juana cuando
cruza a su amigo en pareja, esperando el colectivo luego de una función de
cine, manejando plácidamente hacia la casa de sus padres al finalizar su
cursada de viernes.
Mateo
no fue al día siguiente porque no pudo reanudar su cuerpo de la velada en casa
de Julián, donde terminó durmiendo en los almohadones que entre risas le
tiraron. Todos los allegados a la pareja recuerdan ese hecho como ejemplo de la
mala relación entre el contador y el alcohol.
Meses
después, Juana trabajaba en el estudio del suegro, empleo que conservó hasta
creer conocer a Hugo, y endulzaba el prolijo departamento de la calle Arenales.
Juana egresada comercial y nacida brillosa tal vez nunca había pensado
realmente cuán simple le iría a resultar ser la secretaria que más antigüedad
alcanzaría en el estudio contable de Felipe Américo Galán, ni que ese empleo le
demandaría e infundiría valor más allá del camino de cuestas por el que
transitaría su relación con Mateo. En un viaje a Uruguay al que fue el efervescente
profesional la pareja fecundó a Ismael Anatole, tocayo de su abuelo tan
ausente.
Felipe Américo Galán persuadió a la encinta a valorar y elegir la secretaría,
su perfeccionamiento, el conocimiento de distintos centros turísticos, a cambio
de iniciar la demanda que humillaría al futuro Ismael. Juana vivió así, con dos
papas noeles por seis años.
Reconoció
la mirada de Hugo Alberto Muñoz que les ofrecieron viajar a la sombra a ella y
a su hijo. Hugo conducía por la Avenida Yantafate tal vez buscándola aún. Hugo
la saludó y le hizo saber quiénes eran, logró la aceptación y conversó con
Ismael hasta estacionar sobre Sarandí.
Los
adultos se volvieron a ver al día siguiente a la vuelta del colegio. En tres
meses ahorró dinero y coraje y deshabitó el departamento- oficina para
prenderse en la cola del cometa Muñoz.
Pájaro
en mano, se casó. Ahora sí.
Ocho
años después puso el quiosco. Ocho años midiendo el grosor de los barrotes,
ocho años pensando en las lágrimas de su madre tan diferentes a las suyas, las
suyas tan arrepentidas de no haber por lo menos deparado a Ismaelito la cobija
de Ismael, ocho años recorriendo los instantes fantasmas que le sirvieron el
error bien endulzado.
El
quisco en Salatufa no fue una idea, fue una acción. Juana abrió la ventana,
colgó cartel con ofertas y los compañeros de Ismael en la cercanísima escuela
nº 19 se agolparon a comprar.
Dos
años de ahorro y de digerir calvario le permitieron comprar la fotocopiadora y
escapar sin previo aviso. En procura de cometer errores desconocidos, Juana
mudó la vida consiguiendo el alquiler de
un local amplio en la esquina de Echarpe y Sulátima, a una cuadra de la escuela
Felisa Macaria.
Afortunadamente
erró lo que creía que haría Muñoz. Nunca más lo volvió a ver.
No
pudiendo soportar el collar de incertidumbre, Ismael fue descuidando los
estudios hasta abandonarlos. Desesperada madre creyó que la mayoría de edad le
sería escudo para soportar ciertas verdades. Ismael sólo llegó a dejarse ahogar
por la de que Muñoz no era su padre, el resto lo atravesó ya muerto.
Juana
quedó sola en el quiosco, atendiendo mayormente la venta de fotocopias. Leía
cuanto tiempo podía y sabía mejor que nadie acerca del programa de la escuela
en lo que era ciencias sociales y literatura. Sentía una gran admiración por la
vida y su fuente inagotable cuando recibía obra todavía no leída, algo que
sucedía casi siempre antes de terminar aquella en la que estaba sumergida.
Prefería suspenderse en César Vallejo, caer en Maupassant, cortarse con Artaud,
llorarse desde Puig, que contar, recontar, ordenar y hacer rodar un pedido de
cigarrillos, biromes, hebillas o maníes. Era la fotocopia la mano ahora, la
rambla para ver el agua nueva y en esa agua encontrar un espejo caprichoso y
subversivo, un proyector de caminos transitados, hollados, ambiguos, nacientes,
futuros, esperanzados.
Minutos
después de que suene el teléfono en la comisaría 54ª era detenido el conductor
de un auto Zipalka 42 gris molusco. El hombre había chocado contra un volquete
en la esquina de Salvador Croto y Olate y procuraba desesperadamente hacer
arrancar el vehículo estropeado contra el bloque de metal.
Un
patrullero que circula a cuadra y media del impacto oyó el ruido y se acercó a
brindar ayuda e intervención en el accidente. Al ver la locura en el semblante
del automovilista que no se dejaba ayudar ni podía pronunciar palabras con
claridad los oficiales le indicaron su detención y futura incomunicación.
ojalá haya un instante de pregunta a los difuntos, ojalá se les consulte a quiénes
no quisieran volver a ver nunca jamás, a quiénes echan la culpa de sus
martirios e infelicidades porque de lo contrario deberá Juana cruzarse en un
bar celestial al idiota de Julián Goyola con su interminable deseo de tertulia
estéril, o a los cómplices Galán, el hijo buen discípulo y al padre libidinoso
conocedor de aduanas y fragancias hipnóticas, o al descalibrado Muñoz con su
afán de borrador de pasado y puño posesivo, pistola en mano, auto en marcha,
disparando a la ventana abierta para toda la eternidad.
FINAL GÉLIDO PARA JOSEFINA
Después
de haber pasado los problemas familiares, en realidad: después de que ellos
hayan pasado; quiso estudiar.
Las
chicas se quedarían con su hermana por las tardes y ella iniciaría el primer
año de educación inicial en el profesorado Matías DeVerde de Almirón.
Josefina
Estévez, de 28 años, era madre de dos hijas y vivía en Devoto.
Se
había casado a los 19 con "Cholo" José Rolón, embarazados de seis
meses.
Tres
años después nacía la hermana de Adela, Guadalupe Rolón.
Muerta su madre cuando la menor tenía cuatro años, Josefina prontamente
abandona un camino recién iniciado. Estela, la madre de Josefina, trabaja como
modista y cuida a Adela en los momentos que su hija precisa.
Josefina realizaba por aquel entonces sesiones de reiki en el Club Badrián.
Al
fallecer Estela por una mutación celular incontrolable, Josefina suspendió el
reiki y la moto por tiempo casi de luto.
Separada del "Cholo" por primera vez al año de Adela, Josefina toma
costumbre de orearse y en uno de tantos soleos tropezó con quien le convidó
fumar en moto. Seis meses después renuncia a la iguanidad y adopta carrera de
reiki.
Cursando
reiki se reconcilia con el Cholo y abre las ventanas.
Adela en edad escolar resultó óptimo a la pareja. Mudaron de barrio, crecieron
en gastos y pensaron en mañanas.
El
ingreso de Guadalupe a la primaria posibilitó la idea progresista de que
Josefina se inscribiera en la carrera terciaria. Guadalupe, la menor, había
forjado un vínculo más adhesivo con la madre. Criada sin abuela, Guapa, como la
nombraba el Cholo, aprendió a llorar como último recurso.
Victoria,
la hermana mayor de Josefina, es quien elije Guadalupe entre los brazos ajenos.
Por esta razón se permite Josefina pedirle el ciudado de las niñas al mediodía.
La tía
buscaba a las niñas a la salida de la escuela, reintentaba sorprender con el
almuerzo y quedaba al mando hasta la hora de la siesta, hora bien elástica que
rara vez ha llegado antes del regreso de la madre de las criaturas, hecho también
bien elástico.
El 24
de agosto Josefina llevó a las chicas a lo de Adrián. Adrián desayunaba la
vitalidad de su hija y las dos vecinas todas las mañanas.
Llegó
al profesorado porque lo certifica el parte de presentismo, en el cual figura
incluso a horario, y como atestiguan quienes la vieron subir corriendo una
escalera que ella creía que le causaba más tardanza.
Josefina
no asistió a la hora después del recreo, lo certifica y atestigua lo mismo que
en el párrafo anterior.
No hay
quien haya podido dilucidar la manera en que ella terminó así. Cuando Cholo
sintió temor, después de que Victoria transcurriera el mismo camino de
sentimientos: desesperación por la urgencia de siesta, desesperación por
encontrarse con su benefactor, desesperación porque esta vez sentía un olor
distinto en la garganta.
Dio la
denuncia el Cholo mientras esperaban en el auto las nenas con la tía.
Recién el lunes 27 del
agosto que corre se halló el cuerpo de Josefina. Desnuda de torso, descalza y
sin pelo yaciendo no más se abre la puerta de la heladera del buffet del
Instituto Matías DeVerde de la localidad de Almirón.
Vecinos creen y opinan.