jueves, 11 de abril de 2013


 
2° volumen literario en el siguiente orden:

 
 
 
DE LA ROSCA EN LA LENGUA  [poesía] 
           
          
    CARTAS NUNCA ENVIADAS...  [mareplos epistolares]
                   
 
            HOY: LOS POBREZOTES   [cuento]
     
 
          EL TIMÓN DE TURNO   [crónica psicodélica] ...
 
 
 
 
                                                          
muchas gracias por venir y que os plazca.
 
         
                                                                           Martín

lunes, 8 de abril de 2013

EL TIMÓN DE TURNO



Los relatos que a continuación puede leer fueron hallados escritos en un rollo de papel higiénico dentro del bolso de mano del recientemente fallecido periodista Santiago Alonso.
A su memoria, con la resonancia estrepitosa de la zamba en gaita gallega.

 

 


PERRA SALVA A ACTOR FAMOSO DE UN ATAQUE DE PÁNICO Y DA A LUZ UNA GUIRNALDA DE CACHORROS

 

Son conocidas las extravagancias en lo que respecta a Arturo Muñón.

Cuando tenía trece años fue expulsado del secundario por alborotar al estudiantado tras degollar a la gansa que había llevado sedada dentro de la mochila. En el primer recreo el efecto del pan con trocitos de diazepam ya dejaba de actuar y fue el momento justo para que Arturo comprobara el exitoso filo de la trincheta en el cogote perlado del pajarraco.

Como era de prever, las autoridades de la institución no demoraron un día en decidir la conveniencia de apartar al pícaro del resto de sus palomillas.

Dejemos aparte los ocho años que ocupó en terminar la escolarización, con su recorrido por distintas escuelas del distrito hasta encontrar aquella en la que no faltaba más que inscribirse para poder terminarla.

A los veinte años conoció el inhóspito calabozo del barrio de su novia Selva cuando la policía lo encontró desnudo y risueño escapando de su suegro en horas de la madrugada. Como reconocimiento a su capacidad de imitador los presos lo adularon horas enteras y hasta consiguieron el favor de la guardia para que los entretenga un rato más. El Rey Arturo, como lo apodaron dentro por ocurrencia de un travesti bullanguero, tuvo que hacer de mimo, chimpancé, lobo feroz y tres chanchitos. El papel del chancho laborioso le ameritó el egreso. En la actuación fregó materiales de cocina y piso del calabozo.

Moquiento y tiritando se encontró en la recepción de la comisaría 11° con sus padres, envuelto en una bolsa de nylon su obscenidad; ciruja en taparrabos, sentenció el padre al verlo, procurando un agravio humillante que lo ponga en vereda. Fue en vano, acababa de conocer su capacidad para el espectáculo.

Meses después, los que duró la interpretación de la anécdota, que dicho sea de paso estaba volviéndose cada vez más extensa, incluso había tomado matices más fantásticos al incluir mitología carcelaria y apariciones de profetas delincuentes con atrevidos vaticinios como el caso de La Mamona, deformación de La Llorona pero que provocaba la organización de una regia fila de presos que ordenadamente recibían la bendición de esta alma en pena.
La Mamona vagaba por calabozos y penitenciarías buscando a su amante. Como era cortísima de vista había desarrollado de manera extraordinaria el sentido del gusto y no pasaba noche sin buscar a su amante, del cual prefería no tener más recuerdo que el sabor de su semilla. A menos que haya alboroto o no formen la fila debidamente, de menor a mayor, como en la escuela, hecho que provocaba la desaparición inmediata de la amorosa servidora, porque más allá de todo lo que se pueda pensar y decir acerca de esta deidad tumbera era una defensora irrevocable del orden y la organización. No sea cosa que hablen de ella como de una puta siembra pleitos.

El caso de la fantasma ninfómana era la evidencia para reconocer la capacidad de invención de Arturo. Todo oyente vecino conocía de antemano que el chanta este había entrado a las cinco de la mañana y salido de la taquería a las once de la noche, lo cual impedía considerar ciertas todas las anécdotas acerca de La Mamona, siempre iniciadas por un: ­_ cuando apareció La Mamona, no sabés... , o: _ no te imaginás lo que es eso, uno de los momentos más lindos de mi vida..., :_habría que habernos sacado una foto, todos calladitos, en filita, como cuando se toma la comunión.

Meses después empezó en un taller de teatro. Por lo menos, dos días a la semana estaría fuera de la cama antes de las dos de la tarde. Gerardo Tuquinas, el profesor del Instituto de Artes Dramáticas Tuquinas, recuerda las improvisaciones de Arturo. Cierta vez encarnó persona de príncipe encantado, de sapo. En su ir y venir saltarín Arturo parecía pretender el desmoronamiento del tablado. La dama de presente agrio que hallaría al príncipe azul era representada por quien años después sería una de las caras de la radiofonía local: Irma Iunit. La actual columnista radial en la sección nutrición no era lo que es hoy. Todavía entraba en pantalones y periódicamente encontraba pretendiente. Cuando se acercó a besar al sapo-príncipe no creyó que la improvisación iría a perder el ambiente maravilloso ni advirtió, como ningún otro presente, que Arturo había decidido seguir siendo sapo y con un dedo más en medio de la mano, retraído el envoltorio para regalarle más presión a la defensa batracia, lanzarle un respetuoso chorro de meo entre las tetas. Tuquinas no lo echó, lo prefería antes que a la otra.
Este extravagante de 28 años, egresado de la última promoción de la Escuela de Teatro de Bellaluna aún no termina de maravillarse por lo acontecido ayer.
Al finalizar la obra que lleva dos semanas con gran éxito en el teatro La Vereda, Arturo se retiró solo alegando una irregularidad en la percepción. Sus compañeros comentan que durante las escenas incluía en su guión las diferencias imprescindibles entre los distintos lobos, aclarando su partidismo por el feroz de Caperucita.
Las luces de la avenida, según él mismo nos ha contado, se volvieron un tormento cuando renunció a continuar con el grupo camino al bar acostumbrado. Dice haber sentido que los autos se volvían una cruel amenaza y que confundía las aceleraciones estruendosas con los latidos de su corazón. Luego los profesionales diagnosticaron un ataque de pánico.

En la cresta del terror apareció Flora. Flora se acercó a Arturo tembloroso y posó su hocico contra el pecho del actor. Una luz ambarina comenzó a crecer en torno al cuerpo de la perra encinta, y en forma de calor maternal lo trasladaba hacia el pecho taquicárdico del hombre. Paulatinamente el temor con origen desconocido se fue disipando, a su vez se normalizaba el latir del corazón.

Un colectivo repleto de pasajeros que circulaba por la avenida atestigua el momento en el que Flora salva a Arturo del panic atack y comienza a dar a luz su lechigada: siete cachorros, los siete vivos, tres café con leche, dos blancos y dos negrísimos como la madre, los siete hilvanados, tejidos, todos siameses formando una guirnalda de perritos.


Se adjunta foto del actor con el bandoneón de canecitos.



 



ARAÑA ALERTA

Fue así porque miró a la araña.
Fue que miró la araña y se absorbió, se imanto en un proyecto, tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo, los que dicen que miró a la araña, que sintió un jaleo con viento entre los omóplatos.

No así, pero como si tuviera los ojos cerrados, ciego a las formas, sentado en el medio de la tierra (creyendo bien que todo lugar puede serlo) empieza a sentir un latido ineludible e intrasmisible, como las fuerzas de labios por donde entra aire, como las distantes caloras del aire al viajar de los labios a los dientes, y de los dientes a esa cueva que enfría como boca; un temblor rítmico sentía ciego y pensaba el pasado; con calor aparecía en la orilla perdiéndosele las ropas, cayendo al suelo en jirones gruesos hechos por mandíbulas desdentadas, carnosas moles hambrientas de género; sentía cosas degeneradas.

Floreal miraba la araña sudando en la mente. Floreal por derretirse. Tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo los chicos que esperaban a su lado el colectivo que retrasaba, llegando tarde al partido que ganarían a dos cuadras de la escuela, en la plazoleta Alfredo Castro, pues habían decidido hoy tampoco ir a estudiar el tedio matemático. (lo decidieron en abril cuando Mariela Gens profesora en matemáticas de 4º convenció al sector femenino para aplicarse al estudio; el grupo de varones desertores cree que con la promesa de que sus clases les garantizarían el acceso a comprender el camino para la felicidad aún con marido. Y era cierto que las palomas habían cambiado su manera de alzar vuelo). Tengo un camino en la cabeza, dicen que dijo Floreal.

Estaba en el momento justo en el que un fumador se enciende un pucho, cosa que Floreal no hizo sin más razón que no fumar. Pero inmóvil siguió con la vista montada en su proceso.

Era un llamado latente aún con mayor intensidad. Ahora el único punto fijo era la araña. Todo lo demás iba a detonar. El mundo entero se sacudía en contracciones y dilataciones y la araña firme, impoluta, superiora, creciendo en profundidad, llamando a un Floreal que nadaba invisiblemente en un huevo de vidrio, enchastrado hasta las pestañas, imaginando las burlas de los estudiantes.

Los esperantes jugaban a lo que habían aprendido como divertimento en los primeros años de escuela primaria. Si bien todos provenían de escuelas distintas, la primaria los homogeneizó en lo respectivo a la sociabilización: los adolescentes se escupían, golpeaban, acusaban de maricas y halagaban a las madres ajenas; algo que en este grupo contaba con la particularidad de provocar el sonrojamiento de Omar, más todavía si estaba entre ellos Fermín, el hijo de Macarena, la madre del grupo que siempre llamaba por las tareas y un día dio clases particulares a de inglés a Omar. Siete horas de clases que nadie pudo interrumpir, para la prueba que Omar reprobó durmiéndose como si fuera un oso sobre el pupitre. Fermín estaba. Es él quien mayor imaginación tiene para quien llama “mi papá”. No se fueron en el colectivo que pasó, eligieron intentar poner en órbita al hombre que miraba ciego el poste de luz. Nadie se atrevía a romper el nudo místico que parecía esclavizar a Floreal Ruiz.

El mundo en borboteo, temblando como una olla de miel incandescente, transpirando el aire una presión de pólvora, una llamada del mar que se come al Sol; y Floreal decidiendo la balanza a su parecer, desatendiendo el vocerío desbordante de los precoces, decidiéndose sordo también a las últimas voces, voces de sirenas, de tenazas saladas, sin pliegues, rezumantes, agarradoras. La araña, esos dos ojos bizcos con pestañas de muerta vieja, no dejaba de gobernar el universo que se desmoronaba, emperatriz del nuevo ciclo, acabadora de esta vida, dueña de la esperanza de un mundo mejor, de paz entre hermanos, de reinos sin guerras, donde la verdad sea manifiesta y el bien inalterable, el mundo que le llega al que no renunció a la promesa, el mundo de los fieles.

Con ahogo de terror, en el cansancio del ahogo tomó coraje, según dicen los que cuentan, tomó coraje. Sombra en el aire el coraje, fuego negro, trozo de vacío, agujero de muerte, dicen los que comentan haber visto al coraje crecer como una tormenta, crecer en ese ser paralizado, anclado en el miedo, crecer como el coraje del guaraní que en una ráfaga insurrecta, jadeante y emanando el olor de la realidad, el fragor de la presa rebelde, sorpresiva, con la espalda rozando el límite, sintiendo el frío de la roca como parte del enemigo, estalla en valor e hinca el cortante en el ojo del yaguareté, hundiéndolo en un solo movimiento hasta entrar en la central nerviosa y dejar a la pantera muerta y respirando; como Teseo el mitómano al que únicamente en vieja Grecia se le pudo haber prestado atención.

En la plenitud del valor, decididamente amenazadora situación, optó el octópodo por desplazarse lentamente hasta aquel gigantesco círculo con garras y picó.

La reacción alérgica paralizó inmediatamente el cuerpo del observante. Uno de los estudiantes ausentes dio denuncia en la oficina de emergencias, la cual derivó el caso a defensa civil por no haber entendido correctamente al adolescente. Defensa civil llegó en minutos para llamar a una ambulancia retardada que levantó el cuerpo.

Los vecinos buscan la araña, que según los investigadoras de la facultas de ciencias veterinarias tiene preferencia por las paradas de la línea interurbana 44.

 

 

LA VÍA TRUNCADA DE JUANA ANATOLE

Fue el jueves 15 de marzo cuando sonó el teléfono de la comisaría 54ª con la voz alarmada de Mirta Beatriz Echague para denunciar el crimen de Juana Anatole. Eran las dos de la tarde cuando el estruendo quebró la siesta y aguijoneó la curiosidad de la vecina que aún lavaba los platos, derrochando el agua, pues más miraba la novela amorosa y subordinada a la estética tropical repetitiva. A juzgar por la testigo, sólo había habido un disparo; y a menos que uno haya sido al aire, el cuerpo demostraba la razón de la testigo.


Juana Anatole trabajaba el quiosco desde hacía seis años. Este había crecido algo, proporcionalmente a su esfuerzo. No por falta de necesidad desatendía el progreso del negocio. Es evidente una irregularidad en las compras y la falta de pintura en la persiana, sin embargo la quiosquera priorizaba sus otras fases. Algunas de sus otras fases.
Cuando Juana puso el quiosco había la necesidad imperante de independizarse. La decisión de no desechar su vida por la acumulación de errores se concretó. Había disipado toda memoria castradora, borrado los vientos que traían imágenes gastadas, sucias de muertas, como el árbol gris.


Estaba casada con Hugo Alberto Muñoz desde hacía ocho años, compartían la edad. Al poco tiempo de casarse Juana entendió que no había nada más compartido entre ellos que la cama y la edad. No sabía si la desdicha también pertenecía a él ni tenía interés en pensarlo, ya con su propio peso le bastaba. Hugo Muñoz conocía a Juana antes que ella a él. Ambos cursaron los tres primeros años de la escuela secundaria al mismo tiempo, en distintas divisiones. Hugo procuró una relación desde el primer día, pudorosamente, estratégicamente, mientras Juana sólo tenía ojos para quien sería la puerta al padre de Ismael.


Julián Goyola iba a 1º2ª, tal cual Juana, y desde las primeras vacaciones de invierno del primer año de secundaria sería novio de ella. Tiempo después de terminar la escuela, un amigo de Julián, Mateo Galán, encandila a la joven indecisa de futuro y la imanta a través de su atmósfera distinta. Mateo es estudiante de ciencias económicas. Amigo de la infancia de Julián, conoce a Juana cuando cruza a su amigo en pareja, esperando el colectivo luego de una función de cine, manejando plácidamente hacia la casa de sus padres al finalizar su cursada de viernes.


Mateo no fue al día siguiente porque no pudo reanudar su cuerpo de la velada en casa de Julián, donde terminó durmiendo en los almohadones que entre risas le tiraron. Todos los allegados a la pareja recuerdan ese hecho como ejemplo de la mala relación entre el contador y el alcohol.


Meses después, Juana trabajaba en el estudio del suegro, empleo que conservó hasta creer conocer a Hugo, y endulzaba el prolijo departamento de la calle Arenales. Juana egresada comercial y nacida brillosa tal vez nunca había pensado realmente cuán simple le iría a resultar ser la secretaria que más antigüedad alcanzaría en el estudio contable de Felipe Américo Galán, ni que ese empleo le demandaría e infundiría valor más allá del camino de cuestas por el que transitaría su relación con Mateo. En un viaje a Uruguay al que fue el efervescente profesional la pareja fecundó a Ismael Anatole, tocayo de su abuelo tan ausente.
Felipe Américo Galán persuadió a la encinta a valorar y elegir la secretaría, su perfeccionamiento, el conocimiento de distintos centros turísticos, a cambio de iniciar la demanda que humillaría al futuro Ismael. Juana vivió así, con dos papas noeles por seis años.


Reconoció la mirada de Hugo Alberto Muñoz que les ofrecieron viajar a la sombra a ella y a su hijo. Hugo conducía por la Avenida Yantafate tal vez buscándola aún. Hugo la saludó y le hizo saber quiénes eran, logró la aceptación y conversó con Ismael hasta estacionar sobre Sarandí.

 

Los adultos se volvieron a ver al día siguiente a la vuelta del colegio. En tres meses ahorró dinero y coraje y deshabitó el departamento- oficina para prenderse en la cola del cometa Muñoz.

 

Pájaro en mano, se casó. Ahora sí.


Ocho años después puso el quiosco. Ocho años midiendo el grosor de los barrotes, ocho años pensando en las lágrimas de su madre tan diferentes a las suyas, las suyas tan arrepentidas de no haber por lo menos deparado a Ismaelito la cobija de Ismael, ocho años recorriendo los instantes fantasmas que le sirvieron el error bien endulzado.

 

El quisco en Salatufa no fue una idea, fue una acción. Juana abrió la ventana, colgó cartel con ofertas y los compañeros de Ismael en la cercanísima escuela nº 19 se agolparon a comprar.

 

Dos años de ahorro y de digerir calvario le permitieron comprar la fotocopiadora y escapar sin previo aviso. En procura de cometer errores desconocidos, Juana mudó la vida consiguiendo el  alquiler de un local amplio en la esquina de Echarpe y Sulátima, a una cuadra de la escuela Felisa Macaria.


Afortunadamente erró lo que creía que haría Muñoz. Nunca más lo volvió a ver.


No pudiendo soportar el collar de incertidumbre, Ismael fue descuidando los estudios hasta abandonarlos. Desesperada madre creyó que la mayoría de edad le sería escudo para soportar ciertas verdades. Ismael sólo llegó a dejarse ahogar por la de que Muñoz no era su padre, el resto lo atravesó ya muerto.

 

Juana quedó sola en el quiosco, atendiendo mayormente la venta de fotocopias. Leía cuanto tiempo podía y sabía mejor que nadie acerca del programa de la escuela en lo que era ciencias sociales y literatura. Sentía una gran admiración por la vida y su fuente inagotable cuando recibía obra todavía no leída, algo que sucedía casi siempre antes de terminar aquella en la que estaba sumergida. Prefería suspenderse en César Vallejo, caer en Maupassant, cortarse con Artaud, llorarse desde Puig, que contar, recontar, ordenar y hacer rodar un pedido de cigarrillos, biromes, hebillas o maníes. Era la fotocopia la mano ahora, la rambla para ver el agua nueva y en esa agua encontrar un espejo caprichoso y subversivo, un proyector de caminos transitados, hollados, ambiguos, nacientes, futuros, esperanzados.

 

Minutos después de que suene el teléfono en la comisaría 54ª era detenido el conductor de un auto Zipalka 42 gris molusco. El hombre había chocado contra un volquete en la esquina de Salvador Croto y Olate y procuraba desesperadamente hacer arrancar el vehículo estropeado contra el bloque de metal.

 

Un patrullero que circula a cuadra y media del impacto oyó el ruido y se acercó a brindar ayuda e intervención en el accidente. Al ver la locura en el semblante del automovilista que no se dejaba ayudar ni podía pronunciar palabras con claridad los oficiales le indicaron su detención y futura incomunicación.

ojalá haya un instante de pregunta a los difuntos, ojalá se les consulte a quiénes no quisieran volver a ver nunca jamás, a quiénes echan la culpa de sus martirios e infelicidades porque de lo contrario deberá Juana cruzarse en un bar celestial al idiota de Julián Goyola con su interminable deseo de tertulia estéril, o a los cómplices Galán, el hijo buen discípulo y al padre libidinoso conocedor de aduanas y fragancias hipnóticas, o al descalibrado Muñoz con su afán de borrador de pasado y puño posesivo, pistola en mano, auto en marcha, disparando a la ventana abierta para toda la eternidad.

 
 
 
 
 

FINAL GÉLIDO PARA JOSEFINA

 

Después de haber pasado los problemas familiares, en realidad: después de que ellos hayan pasado; quiso estudiar.

Las chicas se quedarían con su hermana por las tardes y ella iniciaría el primer año de educación inicial en el profesorado Matías DeVerde de Almirón.

Josefina Estévez, de 28 años, era madre de dos hijas y vivía en  Devoto.

Se había casado a los 19 con "Cholo" José Rolón, embarazados de seis meses.

Tres años después nacía la hermana de Adela, Guadalupe Rolón.
Muerta su madre cuando la menor tenía cuatro años, Josefina prontamente abandona un camino recién iniciado. Estela, la madre de Josefina, trabaja como modista y cuida a Adela en los momentos que su hija precisa.
Josefina realizaba por aquel entonces sesiones de reiki en el Club Badrián.

Al fallecer Estela por una mutación celular incontrolable, Josefina suspendió el reiki y la moto por tiempo casi de luto.
Separada del "Cholo" por primera vez al año de Adela, Josefina toma costumbre de orearse y en uno de tantos soleos tropezó con quien le convidó fumar en moto. Seis meses después renuncia a la iguanidad y adopta carrera de reiki.

Cursando reiki se reconcilia con el Cholo y abre las ventanas.
Adela en edad escolar resultó óptimo a la pareja. Mudaron de barrio, crecieron en gastos y pensaron en mañanas.

El ingreso de Guadalupe a la primaria posibilitó la idea progresista de que Josefina se inscribiera en la carrera terciaria. Guadalupe, la menor, había forjado un vínculo más adhesivo con la madre. Criada sin abuela, Guapa, como la nombraba el Cholo, aprendió a llorar como último recurso.

Victoria, la hermana mayor de Josefina, es quien elije Guadalupe entre los brazos ajenos. Por esta razón se permite Josefina pedirle el ciudado de las niñas al mediodía.

La tía buscaba a las niñas a la salida de la escuela, reintentaba sorprender con el almuerzo y quedaba al mando hasta la hora de la siesta, hora bien elástica que rara vez ha llegado antes del regreso de la madre de las criaturas, hecho también bien elástico.

El 24 de agosto Josefina llevó a las chicas a lo de Adrián. Adrián desayunaba la vitalidad de su hija y las dos vecinas todas las mañanas.

Llegó al profesorado porque lo certifica el parte de presentismo, en el cual figura incluso a horario, y como atestiguan quienes la vieron subir corriendo una escalera que ella creía que le causaba más tardanza.

Josefina no asistió a la hora después del recreo, lo certifica y atestigua lo mismo que en el párrafo anterior.

No hay quien haya podido dilucidar la manera en que ella terminó así. Cuando Cholo sintió temor, después de que Victoria transcurriera el mismo camino de sentimientos: desesperación por la urgencia de siesta, desesperación por encontrarse con su benefactor, desesperación porque esta vez sentía un olor distinto en la garganta.

Dio la denuncia el Cholo mientras esperaban en el auto las nenas con la tía.
Recién el lunes 27 del agosto que corre se halló el cuerpo de Josefina. Desnuda de torso, descalza y sin pelo yaciendo no más se abre la puerta de la heladera del buffet del Instituto Matías DeVerde de la localidad de Almirón.
Vecinos creen y opinan.

Hoy: LOS POBREZOTES


 

Dedicado a mi inolvidable Negrito Quijote del 11 del 6.

           “Entrá nomás…    
no tengas miedo a la biaba…”
Francisco Bastardi (canta Gardel)

 _ ¡Cómo me gustaría tener un perro y que me haga caso y que le muerda toda la cara a ese hijo de puta!

 Los poros comenzaban a tomar color formando círculos de pintas rojísimas con fondo rosa carne. Nuevamente descendía el signo que significaba apretar los ojos, contraer el rostro tanto hasta sentir dolor de nuca y esperar que el sonido seco termine de resonar en gritos, caídas, espasmos, vidrios. Abrirlos lentamente, esperando siempre el mal menor.

 Escupitajo al suelo. Pararse lentamente. Inhalación prolongada mostrando los dientes. Revoleo de cuello supervisando la habitación y denotando lo inevitable de la situación. El golpe. Trompada sinvergüenza que amplía el jadeo del niño frente al televisor.

 Simultáneamente el cáncer se adueñaba con silencio y paciencia del pulmón de la mujer y el caldo mental de la criatura comenzaba a espesarse, a cuajarse; bastante colágeno se notaba ya.

_ ¡Cómo me gustaría tener uno de esos perros y que le arranque toda la cara al hijo de puta!

 El cascarón empezó a mostrar fisuras, seguramente causadas por la percusión que bajaba la intensidad sólo en la escuela, donde martillaba a los compañeros menos aguerridos.

 Desde siempre la había mirado. Mejor dicho, desde el día que arribó en el Taunus, sonriente e ignorante del embarazo. Después de saludar a la suegra, cumpliendo con el protocolo universal, lo saludó a él; entonces se podría creer que fue al primero que saludó. Había pensado que era parte de la familia: tomaba mate con Doña Eurelia bajo la parra.

 _ ¿Qué, me lo vas a negar? ¿Qué, no viste cómo te apuntaba los ojos? Y si… ahora, decime una cosa, che ¿vos te crees que yo no me avivé, que soy un pelotudo?

Ruido sordo. La turbulencia llega a ser tan atroz que a simple vista no hay significado. Quizás sea porque el sujeto elige desactivar un sentido, su lado más sensible, menos desarrollado para esta sociedad. Se elidió la música alienada: vidrios, insultos, espasmos, súplicas, rezos, fracturas de diversos materiales. Se tatuaron, se marcaron, imágenes asfixiantes.

 _ Permítame ayudarle… Le acompaño con la bolsa, nomás… Si no le quiero traer problemas… Puede contar conmigo en lo que mande… Disculpe señora… yo…

La había mirado desde siempre (ya está aclarado este siempre).

 Más por carencia que otra razón empezó a imaginarse intentando liberar una sonrisa sin rendir explicaciones.

 No era ninguna tarada, no tenía interés en el espejismo telenovelesco pero ya estaba casi por completo convencida de continuar su vida con ese ritmo enajenado.

 El día del cumpleaños terminó normalmente. Cuando concluyó el éxodo el bruto encontró excusa para no controlar su cobardía, para no regalarle nada útil. Entendió que golpeándola iba a hacerle entender la importancia del ahorro. De paso canalizaría así el mazo de humillaciones propias que ella le ayudaba a mezclar con mate justo y alguna caricia sincera (porque su enfermedad <la psíquica>le impedía odiarlo): el incipiente descenso de la camiseta imbécil, el ascenso de horas laborales impagas, el viaje en tren ganadero, el robo de la bicicleta, las quemaduras de retina de la soldadora eléctrica, la deuda con el vecino, al que esquivaba roedoramente.

 Dos meses habían pasado y las patadas se hacían recordar en la parte baja de la espalda. En los días más húmedos era insoportable. Pero no se puede vivir en la cama porque los deberes sobran y puede ser peor. Eso sí, ella también creía que se puede estar peor.

 Ennegrecía su universo. Como agarra la lluvia a un perro, así los iba a encontrar.

 Puede caber la posibilidad de pensar que si ella no fuera ella él no se pondría así. De no ser por los ojitos y la sonrisa que a pesar del maltrato seguían destellando miel, por la ignorancia del tiempo por parte de sus piernas, por haberse dejado besar en el primer encuentro, por disfrutar libremente de la sexualidad (allá hace como trece años); de no ser por todas estas perlas que dejan lugar a la sospecha, él no sería como es. Seguramente habría continuado la conducta que mostraba antes de entrar en confianza, esa agradable confianza que le permitía no reprimir su tránsito interno donde y cuando quiera que estén.

 Literalmente ennegrecía el pulmón de la mujer humillada pero no infeliz; todos los días se hacía un regalo al alma: cocinar al mediodía lo que su hijo deseara comer.

 Un papel secante, y la lenta pero perceptible invasión de la tinta que se derrama desde la punta de la pluma hundida en él. Anárquica figura.

 _ ¡Esto es un asco!... < Silencio. Eco del televisor. Jadeo del niño > Vení un minuto, che… ¿vos me querés volver loco, no? ¿Todavía te quedan ganas de andar de linda con el marmota ese?... encima el pendejo éste se le mete adentro de la casa… Si serás tarada…

Ya no volvió a levantarse más que para ir al baño, seis milagrosas veces en un mes. Era cuestión de tiempo, no quedaban posibilidades de contrarrestar la enfermedad < la física >. Procuraban que se vaya con el menor dolor posible. Ojalá que el dolor no sea acumulativo, que no haya un banco de sufrimiento en nuestro interior porque sino aquella pobre almita nunca podrá despegar.

 Quiso mentir pero no comió. A alguien de tal desnaturalización sólo se le puede ver la pena a través de la falta de apetito. Aunque quizás no cenó por no cocinar.

 Velozmente la espuma oculta la realidad, como cuando se vierte agua oxigenada sobre una herida, o una hemorragia.

 Esa noche los perros ladraron, ladraron y ladraron tanto como para competir con las percusiones de cachaca típicas de un sábado.

Quizás por ese ruido feroz que creaban los sonidos nada se escuchó. Quizás nadie creería que un vidrio roto puede ser un mal presagio. Tal vez la música violenta del vecino lindante influyó notablemente, o las voraces voces de los perros reanimaron el deseo de aquel sujeto que se despedía de la niñez de una vez y para siempre.

Alzó el vaso grasiento y triunfador, sorbió un líquido pariente de whiskey que le hizo estallar los ojos y con el tracto digestivo abrasado salió hasta la reja y chifló. Dejó caer junto con su lágrima un intento de alimento semejante a engrudo. Con la sensación de un abrojo suicida en la garganta lo hizo pasar, todavía con la cola baja, relamiéndose el ungüento que le llegaba a los ojos, y dio el puntapié inicial. Sin preámbulos enseñó el juego. Luego tosería, tembloroso, en su primer cigarrillo.

Las puertas quedaron abiertas invitando a pasar al doloroso frío de agosto, que al ingresar halló al cipote entre sus herramientas, enroscado en una frazada roída y húmeda, emanando alcohol grosero y con la cabeza destruida, colgando solamente por virtud de la columna.
 El Negro del pibe, él y el mirón cruzaron la frontera al día siguiente.

 

Palabras que apuntan a tu corazón ya seco. Cartas nunca enviadas desde el Trópico Siquis.


 

I_1

 

                                                                                             4 de Marzo de 1948.

 

A Antonio le anudaban la lengua con pellejos de escroto,

lo expulsaban del cabaret por sexópata,

le reventaban las venas con inyecciones de mutismo

doctores electrificadores accionistas de la muerte silenciosa y ordenada.

A Antonio lo encadenaban a la angustia

para exhibirlo ante los ojos ulcerantes

que mutan a un buitre en paloma,

lo castigaban con sablazos de agua fría

si no expresaba su hambre pálida

 con las diez palabras diestras del guión del Vademécum.

A Antonio le hicieron fumarse los huevos

por resistirse a renunciar a la tristeza.

 

"Yo no pretendo otra cosa que mostrar mi espíritu" A.A.

 

 

II_2                                                                                                  

 

                                                                                                                                    Villa Domínico, 26 de Septiembre de 2009         

 
                                                              Antonio:

                desde la más mugrienta playa del Riachuelo

                que con su nombre peyorativo estuvo destinado

                desde 1800 a representar por dentro

                la cavidad bucal de este hijo de puta sistema,

                te escribo:
                mi hijo está devorando el vientre de su madre

                y asoma por su sexo muñecos africanos

                tallados en sus flexibles huesitos.

                No duermo, por las noches me enceguece

                con canciones del futuro

                que cualquier contemporáneo ubicaría en el infierno.

                Se ríe con un tono de murciélago y yo acato,

                para que al entrar mi sexo en su asilo

                no lo muerda con desprecio.

                                                                             

                                                                                                              Suerte, Antonio.
 

 
 

 III_ 3
                                                                                                                                                                                                                           Avellaneda, 20 de Diciembre de 2009
 
 
Antonio:
                               desde adentro de una botella perdida tras el mostrador de un bar anónimo de la ciudad de Avellaneda, que irónicamente lleva tal nombre pues desde hace varias décadas aquí sólo crecen árboles de soretes que dan pimpollos de arsénico en vez del frondoso que brindaría ese sabroso fruto seco motivador para tal gracia, te escribo:

                               Las cosas extreman su rareza de este lado del cielo. Temo que sea producto de  no haber rechazado un té digestivo preparado con manzanilla extraña.

                               Hace aproximadamente 20 días que mi espacio se ha tornado una feria constante de elementos muertos o condenados.

                               Dí con Ariadna, me acosté con ella, me entregó un carretel. Cuando lo empleé se volvió una mecha terrible que perseguía mi cuerpo por creerlo dinamita.

                               No puedo escapar. Imagina lo incómodo que resulta la escritura en esta circunstancia. Debes comprender mi caligrafía.

                               Todo me habla de vos. Si escucharas el coro eclesiástico de los pescados profanar tu honor... No puedo escapar a las voces de los granos, los huevos y las frutas: al unirse es innegable que gritan como recién nacidos culpándome de haber sido abortados. Sólo yo... sólo a mí se reduce la responsabilidad de su espanto.

                               Las moscas me agradecen el sustento besándome los ojos, los labios, el interior de la nariz. Mientras un cordero despellejado, todavía sin descuartizar, me ofrece en su cuero el perdón.

                               Los cerdos se acuestan sobre unas brasas que fueron utilizadas para hervir el agua en que ahogaron los conejos que se ofertan, y a medida que se les cocina la carne se devoran mutuamente. Sinceramente, estos horribles son quienes despiertan mis peores sentimientos. Los sonidos que emiten untan pus en mi alma. La combinación de sus chillidos junto al ruido del mordisco al triturarse y la respiración me hace escuchar palabras tan nauseabundas como Dios, Yo, Más; y otras tantas que de sólo recordarlas se atrofia mi capacidad de escribir.

                               Como si esto fuera poco las calles están alfombradas con una fotografía de mi rostro junto a una leyenda que reza: "El maleducado. Enfermo de desprecio.". La propaganda afecta tanto como una droga colectiva: cada vendedor insiste en que acepte como regalo alguno de sus espectrales alimentos.

                               Después de buscar un sitio donde poder descansar, donde poder escribir (la búsqueda llevó nueve días íntegros) he ubicado ésta botella...

                               Debo despedirme, parece que el mozo se acerca.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                          Suerte, Antonio.

 
IV
               

                

Querían matarme, Antonio, las palomas. Otra vez.
                 Yo miraba, había nenes que les daban maíz viejo. En la plaza del dictador ese que mira la escuela sobre  la calle de otro dictador en la ciudad con nombre de otro dictador. No pensaba, sólo oía el invierno y juntaba Sol.
                Fueron viniendo con  la musiquita terrible de sus uñas sobre las baldosas, húmedas, mojadas, frías. Y la gente de pronto mordía. Mostraba los dientes  secos de frío. Eran los niños lo más feroces.
                Fueron viniendo ahora los niños, traídos por la fragancia de payaso.
                Me envolvía, me enrollaba entre  mí mismo y daba albergue a los fantasmas todos que habíanse soltado colectivamente, porque no lo he dicho pero con el crepitar palomar brotaron los helechos, los cuscos, los alientos oníricos desnudos que andaban cautivos bajo los párpados, y un jugo de pasado, de repente, me achacaba, me inundaba el espacio (lo libre) y, yo, absorto por la ofensiva crecida de las memorias, me enrollaba.
                Me volvía amorfo, pliegue sobre pliegue, enraizado y amenazado.
Un bicho viejo o en apariencia, tomaba mayor poder que el resto. Se acercó fugazmente  y en el trayecto quedaron piojos y gendarmes; los primeros, pobrecitos, perseguidos por aquellos dentro del trazo de sangre, me sumieron en la tarde anochecida cuando Ariel fue desangrado.
                Iba a que el bicho llegó así y devolvió, tras vómito, una ofrenda de maíz y un collar de cuentas muertas piedras torpes.
               No sé, Antonio, el sentido del collar ni reconozco las caras que se ahogaban en los granos sin morir, gastando el aire con el hilo sonoro de la asfixia, con el maullido reverberado de una puerta desvencijada, o en sus bisagras mejor aún ciegas de óxido.
              Causando el rechazo que entra en la impresión, el asco que entra en la impresión, el miedo que entra en la impresión, nervioso e impresionado, yo, levanté mi vista del palomo horrible y soplé.

Canal de aliento: verde cenagoso, verde de veneno, verde espejoso, verde bofe viejo; y la fuerza centrífuga; yéndome en  mi aliento, yo, con todos mis fantasmas crotos, y todos sonando a la vez, mascullando ataques, masticando mieles, diciendo anacrónicamente SAL, MADRE, HAMBRE, sin ritmo, fatal, SUD, CÁRCEL, CORCEL; y el canal de aliento, denso del tránsito de mis crotos viejos, como aire de cocina, como vapor de fritura en la tarde empastada y llorosa.
                Se iba, Antonio, se iba haciendo compacta la rosca de mi ser, iba fraguando el rollo que creía elástico en principio.
Entumecido arrollado, yo, frente a la mano alzada donde cagan las palomas y gorriones, y tal vez así burlen al tipo aquel, divertido pueblicida, que las trajo, estaba,                 

Antonio, queriéndote, llamándote.
                Desde la calle, Antonio, te me acerco a ti.
                Hay maíz a mis costados y me aterra. Ya vuelven a sonar.

 

 
V
 

 

       Como decirte escuela, Antonio, y ahí no más se desatan los caballos de Juan, esos que nunca soportaron jinetes y hollaron vidas y heridas hundiendo el continente; escuela, Antonio, y ahí no más se dispara la ráfaga de hielo, la perdigonada de dientes, el enjambre de orejas onas, la venganza andina, bandera muerta. Escuela, Antonio, y la hipocresía es una corbata que ahoga tus pelotas.
      Como decirte hospital y sin aviso descubrir, Antonio, campos de empalados llorosos, insomnes; hospital, el niño riendo en la muerte impenetrable de la tortura, del tuerto, de la tormenta mental de la madre en hemorragia. Hospital, Antonio, y el clamor que se suelta de las morgues, y las culebras y las ratas trayendo en dijes los cánceres de mi familia, un anillo grosero con el frío de la piel de mi bisabuelo.
      Como decirte justicia y, Antonio, ver subir cual el agua el hambre, cual el agua que se abraza al barrio y no baja y hace peste y se agarra en el fondo de los pulmones hasta asma y paspa los labios plenos de mocos, y los llaga. Tarde aúlla justicia y brota el hambre. Justicia y se alzan fantasmas de edificios, monumentales erecciones de descaro, de orden ario, de agrio maestro. Cremaciones de paco, reidores, doctores, blindados, privados, no locos.

 

 

 
VI
 


 
No vas a morir hoy, Antonio.

  


VII
 

 

            Masticás brasas, Antonio, y chorreás una baba erosiva, lava negra, brea áspera.
Al suelo llega la liana ardiente para abrir un canal, hilo río hacia un lago, hacia una mente.
            Un hombre urgente clama auxilio con los ojos, con el espasmo del rostro transpirando pánico. Otro canal. Los ojos del condenado televisan desgarros: atrofia de la infancia y el asco por la risa, la razón y la mujer; atrofia del espanto de crecer y ya sin dios, la guerra, el amor; atrofia de lo no hecho, de la idiotez fraguada.
             El ojo grande traza un niño regresando de las fauces de un perro, animal que lame con cariño el despojo devuelto, hueso en astilla, esquirla de estirpe y tripa. Vaporoso, el can, se despelleja para dar digna eternidad al alma pequeña.
             Gran destreza: incisivo, el colmillo hinca sobre la cola y trae con amor la alfombra cruda que hasta recién era funda.

 



VII
 

 
 

Vomitaba, Antonio, y era horrible.


Como siempre: las transformaciones. Eran convulsiones expulsivas que hacían emerger las ruinas de lo peor de hoy, del  futuro.


El niño… cuando veía sus ojos, sus ojitos enormes y negros, y llameantes, imantados a mi escena, atrapado el cuerpo

 

 VIII
  

Antonio:
                entre agujeros hambrientos insaciables, en la galería de mis muertos frescos, desde el precipicio a flor de piel de mi memoria, te escribo.
                La mente molesta.
                Espero que entiendas lo que intentaré expresar, mi situación.

                A decir verdad, no estoy seguro de estar haciendo lo que creo hacer. No puedo discernir entre las realidades. Igualmente continuaré con esta mi purga ya que sólo podré darme cuenta (quizás) cuando termine de garronear si esto existe más allá de mí.
                Tengo la sensación de no haber vuelto a despertar desde la última borrachera, que dicho sea de paso tiene la misma fecha de la carta en la que me expreso desde las cañerías de un edificio de Sarandí. Cuando escapé de aquel trance me fui a limpiar un poco con licor de jengibre y pasados los dos vasos ya me reencuentro aquí.

Dado por entendido que mi conciencia no ha vuelto a su normalidad y por lo tanto la noción de  tiempo es posible que esté siendo distorsionada, más o menos supongo estar en esta situación hace unas ochenta y dos horas y media.
         ochenta y dos y mierda de turista en mis recuerdos, en catacumbas purulentas donde cada tanto, por error, se halla un pimpollo desgraciado que vino a ofrecer su belleza en un ámbito netamente estéril e insensible a su esplendor.
          hay espantosamente fuera de ritmo un goteo de cuadros escalofriantes. Imágenes repletas que sacuden tantas cosas dentro de mí que no logro expresarlas más que en grito. Un pezón gangrenado se ensarta en mi boca y me atraganta con aludes de suero de queso de guitarra. Ni bien me canso de ahogarme y decido a morir, a liberarme, el episodio cambia al de la flor que me acaricia las pestañas con su pólem, y de tanta obsesión me ciega de luz, lo cual es terriblemente peor que la simple oscuridad. Envuelto en sangre, y ciego, empiezo a morir. De aquí en adelante será decadencia y ahorro de experiencias que naufragarán cuando parta de aquí.
        Pero no te encandiles de asco que también mutó el albino dañino. Poco a poco comencé a ver grupos de humanos-cuervos que se acercaban, que marchaban en caravana muda. A algunos de ellos se les derretía el rostro; otros sólo militaban el silencio, no sé si por hambre o qué carajos. La arbitrariedad de la circunstancia me puso entre ellos (sinceramente, no me interrogué acerca de cómo había llegado hasta ahí, nunca lo hago ya que no tengo control; inerte) a medida que avanzábamos entre exageradas y repetidas piezas ordinarias de ajedrez empezó a diferenciarse la línea de mi curso. Con una inclinación casi imperceptible (la distancia entre nada y casi es lo que me llagaba de desesperación) mis pies entraban en la tierra.
       Para aligerar voy a pasar a decirte que terminé abrazado a un par de fémures bien húmedos, en pleno inicio de descomposición; tratando de descansar la cabeza en un vientre que albergaba gusanos blancos. Dormime.

        Desperté tosiendo la tierra que ya habíase acomodado en un pulmón. Entre toda la tierra surgió un beso repugnante, lastimoso, que me suplicaba puerto. Sentí la babosa viborear entre mis labios y aparecí llorando en el baño de la escuela, desde donde escuchaba herrar los cráneos de mis viejos compañeros. De la letrina subía el aire del subterráneo porteño, lo que algún viajante del tiempo confundió con el infierno, provocando un sofoque alérgico por la densidad del aire que cocina el cuerpo desde los pulmones hacia el exterior. Un ave se estrella contra el mosaico sin advertencia. Reventada levanta vuelo y anida en el mingitorio. Como antes, como siempre soy teletransportado al huevo que empolla el pájaro horrible, piojoso y fantasmal. (digo soy porque no creo que dependa de algún poder o capacidad inconsciente, y también si es así no sería el yo que escribe el responsable del movimiento sobrenatural)
       Inmensidad gris. El color del cielo se distribuye en muy pocos de los edificios. Debo estar por La Boca, Barracas. El aire duele. En los ojos, en los huesos, en el ánimo.
       Un aire como gas de tolueno. Y la lucha por escapar a la emanada desenfrenada de espermatozoides. El esfuerzo por superar la fuerza de la cascada que me robará la eternidad, que me obligará a la vida, a la decadencia acelerada.
       Un Sol que me absorbe. La idea se vuelve sangre, calcio, pelos, lágrimas, babas, mierda. 
       La mente molesta, Antonio. En un espacio pude redactar esto. No puedo corregir, no puedo releerlo. Recuerda que hasta dudo de la veracidad de estas palabras.
       Te espero, Antonio, necesito que asegures la comunicación.
       Presiento que en instantes estaré en un espacio helado, quemante de frío; como cuando me ataron a la fuente de miedo.






       Suerte, Antonio.